sábado, 19 de junio de 2010

Historia de la Astronomía



Algún verano de los años setenta tuvo quizá su momento inolvidable, “unforgettable”; como dice la vieja canción de Nat King Cole. Pongamos por caso el verano del ´74/´75, pues recuerdo en particular ese verano porque entonces los ojos de Margarita me habían sugerido cosas más suaves que su nativa actitud arisca hacia mis impulsos adolescentes. 

Ese verano aprendí a nadar un poco y con los ojos abiertos a mirar el río desde adentro del río; aprendí a volver más tarde de los bailes, apagando el último Colt de los tres que compraba sueltos; aprendí cómo hacer para arrancar el viejo Oppel Olimpia, dos cuadras más lejos del dormitorio de mi padre y cómo devolverlo estacionándolo apagado; aprendí a saltar muros para entrar de colado en los cumpleaños de quince donde ella era la invitada, pero no yo. 

Y aprendí a andar por los techos con un telescopio de juguete marca Tasquito, buscando un racimo de estrellas que me dijera algo más que el deslomado ejemplar de la “Cosmografía”; de don Florencio Chardola. Y que jamás encontraría con tal catalejo. 

Una tardecita de ésas me dice mi padre: “en la costanera ha de estar el loco Gastelacoto con el telescopio”;. Bien se sabe, como dice la leyenda, que hay dos porfías en mi haber que jamás claudicaron. Una era “llevame a pescar”; y la otra era “quiero un telescopio”;. Así es como partimos aquella vez a conocer el telescopio del “loco Gastelacoto”. 

El personaje en cuestión, Héctor Julián, a quien conocíamos perfectamente por vecindad estrafalaria, de la edad de mi padre probablemente, ya para entonces había andado de autodidacta por unas cuantas ramas de las ciencias oficiales y otras tantas de las extraoficiales. Por aquellos tiempos, habiéndose hecho lector obstinado de Idries Shah, terminaba en el sufismo después de haber sido expulsado del partido socialista. Una pintada callejera lo recordaba con su propia firma: “Gastelacoto volverá”. 

¿Quién sabe de dónde sacó la descabellada, desbrujulada, desenfadada idea de hacer un telescopio? Pero lo hizo. A lo mejor por aquella enseñanza de los textos sufis cuando recomendaban que todo trabajo intelectual debía tener su contraparte artesanal, remitiéndose a los derviches Mevlevis, tejedores de alfombras, a los maulanas y hasta al propio Rumi de Basra. 

Lo cierto es que el personaje en cuestión instalaba su artefacto en la costanera o en la Plaza Urquiza de mi ciudad y con unos pobres carteles mal escritos invitaba a los paseantes a mirar los planetas, la luna, algún cúmulo. Y cobraba por ello. “La luna $ 10.000. Saturno o Jupiter, $12.000”.

No recuerdo si aquella noche vi algún planeta. Solo recuerdo hacer una larga cola ante el misterioso instrumento y a mi padre llevando la mano en el bolsillo en el momento que me acercaba al ocular de una pulgada “made in RUBA”. 

Lo que sí recuerdo, y que jamás le perdoné, es que todas las veces siguientes en que yo volvía, jamás pero jamás de los jamases me permitió mirar gratis con el telescopio. Sentado en una silleta playera, tan destartalada como el telescopio y tomando mates, me contaba de todo el proceso constructivo. De cómo viajaba los viernes a Buenos Aires, para llevar el espejo a la Asociación Argentina Aficionados a la Astronomía, sin oblar pasajes de tren (era ferroviario, naturalmente); me hablaba de los vidrios que se necesitaban; de la lectura del viejo manual de Texereau, casi como sabiéndolo de memoria. Pero jamás me permitió mirar gratis. Yo daba vueltas en torno al telescopio, estudiaba aquellos engranajes, aquellas varillas roscadas, me acercaba al ocular, y el loco Gastelacoto, como mirando para otro lado decía “la Luna diez mil, Saturno doce mil”. 

Yo no tenía ni siquiera una moneda como para mirar siquiera la Luna pero tampoco quería trocar el ocular del catafalco-telescopio por la mirada de Margarita, y sin embargo igual seguía soñando con cúmulos y nebulosas magallánicas y con mi telescopio de juguete la quería convencer a subir a los techos a medianoche, “porque las estrellas se ven mejor cuando no hay nadie”. 

Hasta el mediodía de un sábado de otro verano en el lejano futuro, en que llega a mi casa el amigo Carlos Blanc y me dice: “mirá lo que traigo en la camioneta”. Era el telescopio aquél, treinta y tantos años más tarde. Y junto a él, dos carteles mal escritos que, desde el polvo y el olvido, siguen invitando, como atractivo de feria, a mirar la Luna por diez mil y a Júpiter por doce mil. 

¡¿Qué misterio, qué terrible misterio explicará este regreso?! Y por qué o por cuáles caminos de la amistad, me hace regresar tanto tiempo en mi historia, que tal vez sea también la historia de la astronomía en Concordia. ¿Encontrarme de pronto un sábado con el primer telescopio que se construyó en esta ciudad y al cual habíamos dado por fenecido como su constructor y dueño? ¿Qué misterio opera así en nuestras vidas? ¿Como llamar, cómo denominar, cómo nombrar esta coincidencia significativa? ¿Esta especie de serendipia con efecto retrógrado? 

En la camioneta de Carlitos descansaba, saliendo del olvido, una montura hecha con maderitas de cajón de frutas, engarzada por oxidados flejes y varillas roscadas, y un tubo de chapa galvanizada ya con la pintura descascarada. Y allí, al fondo del tubo, su espejito de 150mm f/10, que aún conservaba el aluminizado en perfectas condiciones. 

Días más tarde, mientras lavaba el espejo del telescopio, me acordé de aquel verano, del río y de mi amiga. El espejo no mostraba ni un solo rayón, ni un solo borde descascarado, nada. Terminé el lavado del espejo y me senté a escribir estas líneas algunos días más tarde. En ese aquel de descubrimiento no hubiera podido. Y sin embargo mucho después me asistió el asombro, sosteniéndome en vilo el misterio. 

El telescopio, que alguna vez sirvió para que un personaje de la bohemia local cobrara por ver la Luna, ahora será patrimonio de una ciudad que fue, de un mundo que fue, de unos setenta que fueron. Pero es terrible la nostalgia. Es terrible. 22/12/2007



2 comentarios:

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  2. Se me viene a la memoria aquellos primeros asados astronómicos en los que deslumbraban tus historias de fantasía y mitología. Tengo la imagen en la retina de tu figura sentada, con la mirada al horizonte (pensativo), una copa de vino tinto en una mano y un puro en la otra, que, al mismo tiempo, acaricia la barba que esconde tu sonrisa.
    Muy bueno Juan, te aprecio mucho.
    Saludos y un abrazo.

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