miércoles, 30 de junio de 2010

Los Caballeros Ochentosos



 

Aplastar el cigarrillo con el pie izquierdo después de subir la pata de la moto. Aplastarlo con la bota izquierda porque el despachante de combustible está mirando. Están mirando los otros motociclistas que esperan un poco más para que los motores calienten los aceites, o se pongan los guantes, se calcen el casco. Alguna breve acelerada en punto muerto. Alguien que se acomoda al asiento y las motos, como en procesión, van saliendo lentamente; las choperas por delante, más por ser emblemáticas de las rutas que por velocidad. Y detrás de éstas las naked y las pisteras. Que después se irán por delante y no sabremos más de ellas. 

La primera curva siempre es lenta. Es tan solo un peralte que se toma por la inercia de la máquina y la inclinación del conductor y no por la potencia de los motores. 

Amanece o amaneció hace pocos minutos. La Jawa va a la zaga. Todos le escapan a la fumarola del dos tiempos, para que las viseras de los cascos no se empañen con el vapor Elf o Motul, y despacio van tomando distancia. El motor 350 de Claudio, Sire de las Jawas parece que pistonea cuando se le da la gana. A veces se escucha un cilindro, a veces los dos juntos, después el izquierdo pistonea dos veces y el derecho se toma un descanso. Ni el mejor técnico se explica esa arritmia checoslovaca pues cuando acelera el motor, éste se detiene un instante y luego ronca armónicamente. Y la fumarola de los dos escapes son como hélices girando en sentidos opuestos. 

Salieron de un taller mecánico mugroso de aceites viejos y cuadros oxidados afuera. Salieron de alcanforados consultorios y apenas se quitaron las chaquetas blancas por las chaquetas negras. Salieron de una avenida de seis carriles como de una callecita de pueblo. Cambiaron de oficio o profesión por los guantes y las antiparras. Hasta ayer habían sido docentes o artesanos o enfermeros o bancarios, pero como el viento en la cara es el mismo para todos, el viento les fue borrando sus historias personales a medida que transcurrían lomadas o puentes. 

Algunos montan máquinas que de tan viejas es como un milagro que anden. Algunos encabalgan motos que no caben en el canon custom porque lo importante es la filosofía del motoquero  y no la devoción por las marcas. 

Algunos incluso llevan la guitarra a los motoencuentros y, pasada la medianoche, su canción preferida es aquella que dice “vamos juntos a la par”, y para el día aniversario de la muerte de Carpo se ponen sentimentales y les pesan los cueros. 

Pero volvieron con tierra roja misionera en los amortiguadores y las ruedas; con tierras blancas puntanas en las alforjas; con tierras impalpables jujeñas en las antiparras. Y todo el sol en los brazos, las mejillas, los labios quebrados. Como aviadores de naves de tela y madera, los aceites manchan a veces sus chaquetas, sus rostros. Y los motores regulan un afán de vientos diferentes y rutas que jamás se verán como dos líneas blancas tocándose en el punto de fuga. 

Se meten en todos los pueblos, en todos los almacenes de ruta. Aprendieron de los paisanos a usar un cojinillo de corderito sobre el asiento. Conversan con todos, sean motoviajeros o camioneros que descansan en las banquinas. Cuando van a dormir, buscan la mejor de las estaciones de servicio y arman carpa entre Volvos y Scanias.  Y cocinan una sopa crema en un sachet de tetra brick o calientan el agua del mate en una botella de pvc, agregando ramitas al fuego de un asado ajeno. Aprendieron a viajar en dos ruedas con casi lo mínimo indispensable. En las travesías algunos se bañan poco, es cierto, porque total en la ruta nadie te huele. Sin embargo si se enteran que hay cerveza bien fría y muchas chichis en el bar de la vuelta, corren a bañarse así sea con agua de deshielo, se calzan sus mejores pilchas y rumbean dejando una estela no ya de Castrol de alforjas sino a Givenchy de boutique. 

Son los Caballeros Ochentosos. Extraña mistura de jinetes medievales, jinetes gauchos, jinetes del tercer milenio. Y porque quizás no sean otra cosa que la natural evolución de la especie, jamás preguntan por los orígenes de los motoviajeros, si plebeyos o nobilarios, si motos chinas o negras Harleys. Preguntan sobre rutas, cilindradas, distancias, fallas frecuentes. Preguntan por el clima, por el asado, dónde hay que comprar el vino. Aman las rutas solitarias como la patagónica RN 3 o difíciles como la RN40, más extensa que la yanqui Route 66, con toda la gloria que tenga la ruta de los beatniks. Los Caballeros Ochentosos pertenecen a una raza fuera del diccionario. Se detienen si alguien, cualquiera, está parado en un camino solitario. Puede tener algún problema con la máquina. Otros frenan y paran si estamos quietos en la banquina, así sea para echar un parrafito y considerar si podemos ir juntos, a la par. Por que en los caminos solitarios, nadie está solo. 

Una tarde, ya entrado el ocaso, un amigo vino a mostrarme su Shadow 600. Han pasado mil años desde aquella visita. Pero me inoculó el veneno o la droga. Gervasio Magno, Sire Omar de las Quilmes, afirma que a cien todavía se pueden oler los cítricos o los eucaliptos, o se puede apreciar cuando un aguilucho remonta vuelo con una culebra en las garras, o podemos detenernos a tomar algo fresco en ese boliche entre los árboles. Y no hay nada más suave que el zumbido leve de las cubiertas en el asfalto fresco de la mañana. 

Y me acuerdo entonces, y por ejemplo, de Poldín de Villa Mercedes, Sire de la Rosa Negra, que trepó Jama con dos media cebollas en el filtro de aire y siguió por Atacama y cruzó los arenales del desierto peruano en la Ruta Panamericana y alcanzó Ecuador y trepó hasta el pie del volcán y siguió por Colombia hasta más allá de Cartagena para encontrar a su hijo en una GMX150. Como pienso en aquellos gurises que conocí un atardecer de Diamante con motoencuentro y mucho fernét cola, ya caballeros ochentosos con edad sobrada para serlo.

Y pienso por ejemplo en Daniel, Sire SemperIdem, al cruzar los Andes esquivando carabineros para llegar al Pacífico y comprender porqué hay veces en que un amor debe estar lejos, mirando el Pacífico, para que toda travesía tenga sentido de maravilla. También viajando en una moto custom de baja cilindrada. 

Y en tantos, tantos más que van de norte a sur y de occidente a oriente y cuya semblanza sería muy largo leerla pero ante los cuales brindo con un buen Havana Club. Caballeros Ochentosos, sigamos juntos, a la par. (30/06/2010)



domingo, 27 de junio de 2010

Serendipia








Cuando era apenas un adolescente, más gurisito que otra cosa, cayeron en mis manos las Rimas de Gustavo Adolfo. Yo caminaba todas las frías mañanas a la Escuela de Comercio acompañando a mi sempiterna amiga Margarita y le recitaba aquellos “versitos” como si fueran míos. Intentar seducir a una rubia y flaca, de patas largas como garza alborotada, y encima a las 7 menos 10 de la mañana en pleno invierno es, bien se sabe, una reverenda estupidez. Pero igual me calzaba el bléizer heredado del hermano mayor, la corbata del tío muerto, los zapatos suela tractor, y el ejemplar ajado en el bolsillo.

Era facilísimo el aprender a rimar de tanto Bécquer que teníamos en la sangre.

Por suerte, una tarde pude robar dos libros en una librería de usados, como para que la cabeza se me terminara de reventar entre las lecturas de Schopenhauer y Edgar Allan… los poemas de George Trakl y los poemas de Dylan Thomas.

Os confieso: quizás haya sido el primer gótico de Concordia y todo el barrio, cuando la patria recién empezaba a transpirar Huerque Mapu y Alturas de Macchu Pichu, yo recorría las noches con niebla y visitaba los caserones abandonados, queriendo encontrar almas sin destino, jardines mustios, humedades, cementerios al atardecer.

Pero esos dos libros que encontré fueron una casi revelación que me sacó el Gustavo Adolfo de los caracuses y me introdujo una sangre más profunda, más oscura, más coalescente. Georg Trakl,  Dylan Thomas. Y me sentí más gótico que nunca. Escribía mis primeros versos y ellos hablaban de paisajes sombríos, páramos olvidados, flores muertas y lividez en los rostros. Y no entendía qué era Grodek, quién era Sonja o por qué “la mano que firmó el papel, destruyó una ciudad.”

Pero luego vino la militancia y Huerque Mapu o Contracanto eran la bandera con la que íbamos a desalambrar a desalambrar; pero no había terminado de sonar el yunque cuando ya caía el nuevo martillazo que fue la dictadura, y entonces luego la infantería de marina y la no menos cruel y guerra que no fue del Beagle, y luego fuimos grandes sin ser mayores de edad, y volvimos a ser tristes y quisimos encontrar los poemas leídos años atrás. Y entonces corrimos al auxilio de nuestros padres beatniks y entonces también fue Whitman y Thoreau, y los chinos del octavo siglo, naturalmente, y las hojas de otoño caían en una avenida costanera, una tarde con llovizna y abandonos, con un trago de ginebra en la petaca, con un cigarrillo negro Gitanes en los dedos, y yo empezaba los primeros versos de un poema largo llamado Los ríos de abril, donde hablaba del amor muerto, y que jamás publiqué.

Y pasó ese otoño y pasaron muchos otros otoños. Pasaron. Como relojes blandos, arrítmicos, desarticulados, hasta la tarde de algún tiempo atrás en que encontré el libro de poemas de Dylan Thomas en la red.

Y no quiero hablar de las lecturas, las influencias, las búsquedas. Quiero hablar de la pérdida y el encuentro de un libro y del concepto de serendipia, una palabra que me reveló una noche mi amiga Silvia Smith (www.cielosur.com) y que para no explicarla acá puedo remitirme a la Wikipedia. Pero puedo decir que es algo así como el arte de encontrar sin buscar, y tal vez la casualidad significativa que hace de una situación instrascendente un desenlace maravilloso.

Tanto a los poemas de Trakl como a la obra reunida de D. Thomas, los había perdido. Los presté y nunca pude recordar a quién. El tiempo me devolvió el libro del poeta austríaco. Pero no así el libro de Corregidor con los poemas de Dylan Thomas.

Y vuelvo a la tarde en que había hallado un word con la obra del poeta de los 18 whiskys y medio. Bien se sabe, sigo fiel a los libros en papel y poca poesía leo en pantalla. El 90 por ciento de los libros que tengo a partir de la internet y los sitios de distribución de libros gratis, son impresos por mí. Me tomo el tiempo necesario para reformatear los textos en tamaño A5, los imprimo hoja a hoja en una impresora Epson de 24 agujas, los embloco, les pongo tapas hechas con cartón de cajas de pizza y sobrecubierta con buen papel ilustración o gofrado, que consigo de restos en las imprentas locales. Y hasta le pongo un colofón, cual si fuesen obras de incunables digitales.

Esa tarde me sentí casi inefable cuando terminaba de encuadernar el libro con aquellos poemas tan queridos. A la madrugada tomé un colectivo a Buenos Aires. Al llegar por la mañana tomé un subte en Retiro y me bajé en una estación de calle Corrientes. Subí las escaleras al frío viento temprano de esa calle y miré hacia una vidriera de una librería de usados. Allí estaba el libro de Poemas de Dylan Thomas. Entré desaforado y lo compré y tal vez pensé secretamente que ahora no lo necesitaba pero no terminé de pagarlo cuando abrí la tapa y ví mi propia firma de adolescente cuasi gótico, en una ya deslucida tinta Pelikan. Y una fecha: 1974.Hasta hoy, en que escribo esto, me sigue mantiendome en vilo el asombro. (21/06/2010, solsticio de invierno)

 

 

LA MANO QUE FIRMÓ EL PAPEL

Dylan Thomas

 

La mano que firmó el papel derribó una ciudad;

cinco dedos soberanos tasaron el aliento,

duplicaron los muertos del orbe y diezmaron un país;

estos cinco reyes dieron muerte a un rey.

 

La mano poderosa se conduce al declive del hombro,

la articulación de los dedos se acalambra de tiza;

una pluma de ganso ha puesto fin al crimen

que puso fin al habla.

 

La mano que firmó el tratado engendró fiebres,

y creció la hambruna, y las langostas vinieron;

grande es la mano que domina al hombre

al vuelo de una firma.

 

Los cinco reyes cuentan los muertos pero no ablandan

la costra de la herida ni acarician el ceño;

una mano rige la piedad como otra mano rige el paraíso;

las manos no tienen lágrimas que verter.

 

sábado, 19 de junio de 2010

Su cuerpo será camino



 

 

 in memoriam Ulises Abadie

 

 

 

lo vino a encandilar la Luna

la curva sin estribos

quizás los ojos de la noche agónica

en los ojos de ese pájaro de alas en sombras

que asombra del casco su visera un instante

apenas un instante pero cuando ya es tarde

y el ángel montado en su moto-locomotora-dromedario

barreminas-piróscafo-remolcador de espacionaves

que huelen a neblina en los puentes

en la línea de crujía de la gran motocicleta

la motocicleta grande como bolsa de magos

desquiciada ya un instante antes del impacto

apenas un instante apenas un parpadeo

cuando ya todo habrá de ser camino desaparecido

un impacto y la franja de escombros mecánicos

como de transbordador espacial y cayendo

como azul de cometa y cayendo con un ángel encima

un ángel gordo como todos los ángeles verdaderos

un ángel-diablo como todo ángel verdadero

un ángel-cabra como todo ángel verdadero

y terco como todo cabrío verdadero

bajo el signo de aries con su Luna en menguante

en una mano sus Parisiennes en la otra mano

el insufrible plástico del fernet de los jueves

por qué acelerar la soledad la somnolencia

cuando hubo otras noches

donde una caravana de luces rojas

tomaba las curvas de aquellas noches

y las luces traseras eran rojas en aquellos peraltes

y en perspectiva brillaban como luces de bengala cruzándose

en un elogio a la lentitud más que un festejo de cilindradas

por qué acelerar la última copa las últimas risas

cuando la noche es toda ceremonia a la vida a los amigos

porque los caminos seguirán estando con sus sombras y sus luces

seguirán estando con sus nieblas y rocíos tempranos

y seguirán estando como está ese su cuerpo de ángel caído

porque en nosotros su cuerpo ya es camino

porque en nosotros su alma ya es memoria

(mayo/2010)



Historia de la Astronomía



Algún verano de los años setenta tuvo quizá su momento inolvidable, “unforgettable”; como dice la vieja canción de Nat King Cole. Pongamos por caso el verano del ´74/´75, pues recuerdo en particular ese verano porque entonces los ojos de Margarita me habían sugerido cosas más suaves que su nativa actitud arisca hacia mis impulsos adolescentes. 

Ese verano aprendí a nadar un poco y con los ojos abiertos a mirar el río desde adentro del río; aprendí a volver más tarde de los bailes, apagando el último Colt de los tres que compraba sueltos; aprendí cómo hacer para arrancar el viejo Oppel Olimpia, dos cuadras más lejos del dormitorio de mi padre y cómo devolverlo estacionándolo apagado; aprendí a saltar muros para entrar de colado en los cumpleaños de quince donde ella era la invitada, pero no yo. 

Y aprendí a andar por los techos con un telescopio de juguete marca Tasquito, buscando un racimo de estrellas que me dijera algo más que el deslomado ejemplar de la “Cosmografía”; de don Florencio Chardola. Y que jamás encontraría con tal catalejo. 

Una tardecita de ésas me dice mi padre: “en la costanera ha de estar el loco Gastelacoto con el telescopio”;. Bien se sabe, como dice la leyenda, que hay dos porfías en mi haber que jamás claudicaron. Una era “llevame a pescar”; y la otra era “quiero un telescopio”;. Así es como partimos aquella vez a conocer el telescopio del “loco Gastelacoto”. 

El personaje en cuestión, Héctor Julián, a quien conocíamos perfectamente por vecindad estrafalaria, de la edad de mi padre probablemente, ya para entonces había andado de autodidacta por unas cuantas ramas de las ciencias oficiales y otras tantas de las extraoficiales. Por aquellos tiempos, habiéndose hecho lector obstinado de Idries Shah, terminaba en el sufismo después de haber sido expulsado del partido socialista. Una pintada callejera lo recordaba con su propia firma: “Gastelacoto volverá”. 

¿Quién sabe de dónde sacó la descabellada, desbrujulada, desenfadada idea de hacer un telescopio? Pero lo hizo. A lo mejor por aquella enseñanza de los textos sufis cuando recomendaban que todo trabajo intelectual debía tener su contraparte artesanal, remitiéndose a los derviches Mevlevis, tejedores de alfombras, a los maulanas y hasta al propio Rumi de Basra. 

Lo cierto es que el personaje en cuestión instalaba su artefacto en la costanera o en la Plaza Urquiza de mi ciudad y con unos pobres carteles mal escritos invitaba a los paseantes a mirar los planetas, la luna, algún cúmulo. Y cobraba por ello. “La luna $ 10.000. Saturno o Jupiter, $12.000”.

No recuerdo si aquella noche vi algún planeta. Solo recuerdo hacer una larga cola ante el misterioso instrumento y a mi padre llevando la mano en el bolsillo en el momento que me acercaba al ocular de una pulgada “made in RUBA”. 

Lo que sí recuerdo, y que jamás le perdoné, es que todas las veces siguientes en que yo volvía, jamás pero jamás de los jamases me permitió mirar gratis con el telescopio. Sentado en una silleta playera, tan destartalada como el telescopio y tomando mates, me contaba de todo el proceso constructivo. De cómo viajaba los viernes a Buenos Aires, para llevar el espejo a la Asociación Argentina Aficionados a la Astronomía, sin oblar pasajes de tren (era ferroviario, naturalmente); me hablaba de los vidrios que se necesitaban; de la lectura del viejo manual de Texereau, casi como sabiéndolo de memoria. Pero jamás me permitió mirar gratis. Yo daba vueltas en torno al telescopio, estudiaba aquellos engranajes, aquellas varillas roscadas, me acercaba al ocular, y el loco Gastelacoto, como mirando para otro lado decía “la Luna diez mil, Saturno doce mil”. 

Yo no tenía ni siquiera una moneda como para mirar siquiera la Luna pero tampoco quería trocar el ocular del catafalco-telescopio por la mirada de Margarita, y sin embargo igual seguía soñando con cúmulos y nebulosas magallánicas y con mi telescopio de juguete la quería convencer a subir a los techos a medianoche, “porque las estrellas se ven mejor cuando no hay nadie”. 

Hasta el mediodía de un sábado de otro verano en el lejano futuro, en que llega a mi casa el amigo Carlos Blanc y me dice: “mirá lo que traigo en la camioneta”. Era el telescopio aquél, treinta y tantos años más tarde. Y junto a él, dos carteles mal escritos que, desde el polvo y el olvido, siguen invitando, como atractivo de feria, a mirar la Luna por diez mil y a Júpiter por doce mil. 

¡¿Qué misterio, qué terrible misterio explicará este regreso?! Y por qué o por cuáles caminos de la amistad, me hace regresar tanto tiempo en mi historia, que tal vez sea también la historia de la astronomía en Concordia. ¿Encontrarme de pronto un sábado con el primer telescopio que se construyó en esta ciudad y al cual habíamos dado por fenecido como su constructor y dueño? ¿Qué misterio opera así en nuestras vidas? ¿Como llamar, cómo denominar, cómo nombrar esta coincidencia significativa? ¿Esta especie de serendipia con efecto retrógrado? 

En la camioneta de Carlitos descansaba, saliendo del olvido, una montura hecha con maderitas de cajón de frutas, engarzada por oxidados flejes y varillas roscadas, y un tubo de chapa galvanizada ya con la pintura descascarada. Y allí, al fondo del tubo, su espejito de 150mm f/10, que aún conservaba el aluminizado en perfectas condiciones. 

Días más tarde, mientras lavaba el espejo del telescopio, me acordé de aquel verano, del río y de mi amiga. El espejo no mostraba ni un solo rayón, ni un solo borde descascarado, nada. Terminé el lavado del espejo y me senté a escribir estas líneas algunos días más tarde. En ese aquel de descubrimiento no hubiera podido. Y sin embargo mucho después me asistió el asombro, sosteniéndome en vilo el misterio. 

El telescopio, que alguna vez sirvió para que un personaje de la bohemia local cobrara por ver la Luna, ahora será patrimonio de una ciudad que fue, de un mundo que fue, de unos setenta que fueron. Pero es terrible la nostalgia. Es terrible. 22/12/2007



viernes, 18 de junio de 2010

Alegraos y regocijáos!



Yo tuve un tío, hermano de mi madre y mayor que ella, que siempre cuando llegaba —generalmente con tal don de la oportunidad pues lo hacía en medio de un gran caos de enojos y discusiones—, anunciaba con voz tonante: Alegráos y regocijáos!

Inmediatamente todas las voces destempladas cambiaban de modulación, las miradas de láser lo apuntaban como fusileros SWAT y acto seguido pasaba a ser el centro anticiclónico de las furias que quedaban por descargar. Los platos volvían solos a la alacena, los tenedores se enderezaban, los libros repetían las lecciones que no aprendíamos y el perro desaparecía de tal modo que había que buscarlo hasta arriba del techo. 

Mi tío, que se llamaba Jorge pero le decíamos Pipo, era de alguna forma el modelo incompleto del tío que todos quisimos tener cuando chicos. Hablaba de lo que en casa no se hablaba, consentía los hobbies infantiles, siempre andaba atrás de algún invento estrafalario o reparando el dínamo de la Royald Enfield 500 que tenía de 0Km. Y salir a dar una vuelta en esa máquina modelo 1949 era la invitación más fantástica que podríamos recibir, aunque al regreso, una pistola fazer nos estaba esperando desde la esquina, bien afinado, para perforarnos hasta el alma.

Hombre piadoso y fervoroso que tuvo 9 hijos, les enseño a varios de ellos al arte del código morse, porque decía que algún día podrían trabajar en el correo o el ferrocarril. Cada uno tenía un manipulador chiquito, "made in casa" y él uno lateral que había comprado segunda mano. Entrar al medio día a su comedor era hacerlo a una fiesta de alborotos de tenedores contra vasos y cuchillos contra jarras, que más parecía una jam session que un diálogo infernal de cristales sacudidos por el estropicio de los punto-barra punto punto barra barra, tira dira tirá dirá. Eran los almuerzos de los códigos distintos donde nadie absolutamente nadie te llevaba el apunte, los ojos perdidos en la pared mientras sucedía el zafarrancho morsístico y las sopas seguían enfriándose en los platos.

Pipo era el fiel representante de esa clase de hombres que ya no existen. Formado a los ponchazos, con apenas la escuela primaria hecha, intentó vivir de un taller de armado de bicicletas, intentó vivir de un taller de armado de radios, y terminó de obrero electricista en un frigorífico hasta una madrugada en que la Enfield no pudo luchar más contra el arenal del camino y lo sacó afuera. Cayeron ambos y Pipo ya no pudo levantarse hasta que salió el sol y lo encontraron enredados en los cables y casi congelado en las escarchas del pasto, con la moto encima, tal vez todavía con los aceites calientes del motor.

Se refugió entonces en su taller, el QTH, de donde salía a veces para anunciar: "anoche salvé un mickey mouse en el Indico", o "la encontramos a Shila, perdida en Bangkok, los padres la van a buscar desde Darwin, Australia". No sé qué recuerdo guardo de estos anuncios, si credulidad o fantasia o diversión o qué. Pero yo entraba silenciosamente y siempre lo encontraba claveteando una postal de China o Kuala Lumpur, Viena u Oslo, Michigan o Honolulú, y entonces era como si cayera en las selvas de Sandokán o me fuera otra vez a las 20.000 leguas de Julio Verne, mientras las radiofrecuencias se ponían radiantes, las válvulas alcanzaban una temperatura de punto caramelo, los capacitores estaban gordos de electrovoltios, y por los parlantes salía un concierto de música electroacústica que sonaba mejor que los violines de Zagreb: "Aquí Radio Moscú internacional transmitiendo en la banda de 49 metros" o los primeros tonos de las campanas del Big Beng traían cierta tranquilidad ideológica y una voz de teatro anticipaba "good night, ist the British Broadcasting Corporation". Y Pipo entonces manejaba los controles del Hallicrafters y el receptor Telefunken buscando el código Q que alertara de un C3 Dakota en picada, un meremoto en Valdivia, o la reaparición de un viejo amigo perdido hace años en el infinito de las hertzianas.

Hasta la madrugada en que la Royald Enfield no pudo más, y ella y él se fueron a las arenas de la banquina. Y como una pareja fiel, comenzaron la lenta e inexorable declinación, y ya no hubo tanto morse ni barcos fantasmas reencontrados ni misterios en las islas Aleutianas. Y todos nos fuimos quedando como más silenciosos, más creciendo en la edad, y más estúpidos.

Y ya no pudimos volver a regocijarnos, ni alegrarnos. Esta tarde en que llueve tanto otra vez, un destello como de fuegos de San Telmo pone luz en una lejana antena de radio. Y me acuerdo. 06/03/2007