miércoles, 29 de septiembre de 2010

Flotilla de fábulas en Tacuarembó






El lugar se llama Cañada de los Peña, por donde la ruta cruza un arroyito típicamente serrano y va cayando de peña en peña para formar un tímido remanso hacia la oscuridad de los árboles, más allá de donde una mujer leía y escribía sus pensamientos de domingo, huyendo de otro domingo pleno de motos que habían tomado su pueblo, huyendo hacia el sol y el agua. El sonido de las cascadas bajaba como un mantram, entre las piedras.

Pero una flotilla de fábulas llegó a la paz de ese monasterio de sarandies, habiendo descendido una empinada cuesta en curva y traspasado más acá un puentecito angosto, y se estacionó después del último rebaje, acallando el rocanrol de sus motores. No hay apuro, se dijeron, aquí comeremos y beberemos. Tenemos todo el tiempo del mundo para retomar las curvas y las lomadas y contemplar el vasto páramo de las serrranías orientales, pues la 31 que une Salto con Tacuarembó es una típica ruta ochentosa: con muy poco mantenimiento, por momentos peligrosa por el ripio suelto en varias de sus muchas curvas, baches y pozos por doquier, muy solitaria (ninguna estación de servicio en sus 200km), apenas un par de caseríos más cerca de Salto, sólo campos, latifundios que desde la colonia aún conservan, de sus corrales de pirca, algunos centenares de metros de antigua piedra demarcatoria de una propiedad que no debería haber sido tal.

La Blue Rider en la plaza de Tacuarembó.

Bar Restaurant El Gamo.


La mirada se pierde hacia un valle, hacia una arboleda lejanísima. De cuando en cuando una tropilla de caballos, una tropa de vacunos, algunas ovejas que cruzan el camino, irrumpen la soledad, o algunos caranchos aprovechan las térmicas para trepar por sobre los cerros, sin mover siquiera una pluma, como grandes maestros del vuelo que son. De cuando en cuando se escucha el silbido de una fugaz moto pistera que pasa en una exhalación, ajena al mundo del páramo, como en una película de ciencia ficción, perdido su conductor en la burbuja del carenado, invisible, ausente, anónimo y al pasar sólo queda el sonido a turbina de las altas revoluciones, la fricción del viento, la furia sin sentido. Pero enseguida todo vuelve a la soledad, al silencio de los pájaros que planean allá arriba y a la lectura mística de Andrea, la mujer de la cascada.

Es la región de Tacuarembó.

El intrépido Coke y su máquina viviente de lejanos tiempos: la Jawa 2T, choppera.

El equipo parrillero: Beto, Marcelo y Adrián.

Cierto es que cada paisaje tiene su ritmo, su música. Las motocicletas bajan un cerro. Miro esas colinas y esos valles, aquellos derruidos corrales de pirca y no dejo de pensar en alguna milonga oriental de Washington Benavides:

Dijo el muchacho a la moza: / desde el comienzo te vi; / en el sueño, en la vigilia, / como un jazmín del país. // Perfume de la alta noche, / pequeña flor constelada, / en el patio con aljibe / y en mi corazón, guardada. // Yo me voy con Aparicio, / sé que otra divisa labran / tus manos, y llevarán / los varones de esta casa. // Yo me voy con Aparicio, / pero mírame a la cara, / que lo que voy a decirte / se dice una vez y basta. // Sólo una cosa podría / detenerme, una palabra; / di que me quede y me quedo, / jazmín del país, muchacha. // Ella lo miró a los ojos, / pero no le dijo nada, / y nada dijo después, / cuando cayó con Saravia. // Perfume de la alta noche, / pequeña flor constelada, / en el patio con aljibe / y en mi corazón, guardada. (Como un jazmín del país, Washington y Carlos Benavides, 1974)

Cañada de los Peña, un arroyito tributario del río Tacuarembó Chico. ¿Alguien le habrá dedicado una copla a este apacible lugar? No lo sé. Cuando vuelva al pueblo del Chueco Maciel le preguntaré a la poeta Circe Maia, a quien conocí en una visita fugaz en su casa. Le preguntaré a los parroquianos del bar-restaurante El Gamo, pues sin dudas por ese local habrán pasado Eduardo Larbanois, Numa Moraes, Darnachaus, el barcito de aquella esquina, conservado como los viejos y auténticos bares, cuya magia no han perdido pese al estropicio de la posmodernidad y la macdonalización, pues en sus paredes aún perviven viejas fotos del fútbol departamental, de competencias automovilísticas o ciclísticas o aquella más importante aún, de cuando Juan Jacinto López Testa cortaba la cuerda de llegada y superaba el récord olímpico de los 100 metros llanos, marcando 10,2 segundos. Era por 1947 y según me dice su hijo, el actual propietario del local, practicaba en la ruta, midiéndose en velocidad con los ómnibus que salían de Tacuarembó. Yo pienso que los micros de entonces habrían de cronometrar sus tacómetros al trote del atleta uruguayo.

La historia que se hace grande en la medida de los pueblos pequeños y sus nombres o referencias se van perdiendo en las cuerdas del tiempo. Laguna de las lavanderas, Cañada de la Matutina, Arroyo Quiebra Yugos… La patria gaucha también guarda nombres de sus músicos, poetas, cantautores que han surgido de Tacuarembó y que escuchábamos cuando chicos en los discos del sello Orfeo y en los programas folclóricos de las radios de Paysandú o Salto, vaya uno a recordar, en aquellos “gloriosos setenta”, en que la mirada volvía a sí misma y los Viglietti, Zitarrosa o Labandera, buscaban en los poetas nacionales (y vivos) aquellas poemas y canciones que luego serían recordadas por toda mi generación.


Pero ahora acelero un poco la moto, le doy más fuerza a la Blue Rider para trepar una cuesta empinadísima y me digo, con Benavides, “yo no soy de por aquí, no este pago mi pago / es otro que ya no sé / si lo hallo” mientras la caravana sigue como un sendero de hormigas tomando las curvas y las contra curvas y las recontra curvas. No habituados a tan sinuoso camino, algunos percances mínimos habríamos de padecer, pero Marcelo (YBR 250), Claudio (NX250), Sergio (Gilera 275), Rolo (Tornado), Javier (Twister 250), Beto (Virago 250) y Adrián (V-Storm) hicieron muy elegantemente el recorrido de la 31, que jamás habíamos hecho. Por su parte, Sofanor (Virago 535), Luis (V-Storm) y Fredy (Varadero), anduvieron los mismos caminos pero en diferentes momentos lo cual no quita que hayamos compartido birras y milangas por la noche. Y sólo a Néstor le permitimos la locura fugaz de hacer 250 km para estar dos horas con nosotros y volver al atardecer en su nave espacial modelo Goldwing. Y en un puentecito, esperamos a Coke y un trío de Jawas que venían fumigando de lejos. Mezcla de combustible para los 2T checoslovacos: aceite no menos del 8%! Y por el olor, parecía que habían cargado con aceite de girasol! Pero “yo no soy de por aquí, no este pago mi pago…” porque sobre estas cuchillas y estos pedregales no hay la misma luz que en mi provincia entrerriana. Acá la luz enciende lejanías y hace que las nubes desciendan hasta los valles. Acá la luz de septiembre son filamentos de iridio recorriendo las cuestas.

Y en ella yo voy improvisando en mi pensamiento, y los compañeros se ríen de mis gestos, pensando qué pensará este loco con motocicleta azul: “Voy a zumbar esta moto / en medio de las pisteras, / óyeme bien, en medio de la pisteras, / pa' ver si existe otra moto / que quiera viajar y pueda. / Verdad mi hermano, que quiera viajar y pueda. // Cuando me pongo a viajar / no pido permiso a nadie./ Cuando me ponga a viajar / no pido permiso a nadie, / que eso de pedir permiso / es cuando el hombre es cobarde. / Verdad Adrián, es cuando el hombre es cobarde”.


“Lo mejor de los motoencuentros no es otra cosa que el viaje” dijo alguien mientras se doraban los “chori” en una improvisada parrilla a la vera del arroyo entre piedras. Daban ganas de quedarse bajo aquel “Cielo, mi cielito lindo, / danza de viento y juncal, / prenda de los tupamaros / flor de la Banda Oriental…” Pero después de un rato igual tuvimos que encender los motores, calzarnos cascos y guantes y tomar el camino del regreso hacia el Poniente, mientras tarareaba: “Una por mí se moría, / yo me muero por usted, / usted se muere por otro; / qué mundo tan al revés. // Coplas con sabiduría, / que en el camino encontré, / tanta vida en cuatro versos, / pa’ mis adentros pensé”. (Washington Benavides - Eduardo Larbanois) (28-09-2010)


...y la bella soledad de los campos infinitos.


martes, 27 de julio de 2010

Wayra al Sur, I

Un dos de enero de Concordia monté la Wayra y puse el parabrisas rumbo al sur. Dije “voy a llegar al menos hasta Trelew”. Me creyeron los Caballeros Ochentosos. No me creyeron otros. Pero igual salí a la RN 14 sin más experiencia que un par de cientos de kilómetros y la seguridad de la banquina. Sin embargo, esa mañana en la ruta de la muerte había pocos Volvos o Scanias que transitaban feroces. El sonido de las cubiertas sobre el asfalto húmedo de la lluvia reciente era como reconfortante. El motor vibraba poco y se mantenía a ritmo parejo a 80 km/h, incluso hasta los 90, sin necesidad de envueltarlo. Campos sembrados, montes de eucaliptos, puentes, pueblos, la autopista, los grandes puentes del complejo ferrovial Zárate-Brazo Largo. El acceso a la Provincia de Buenos Aires. La estación de servicio para encontrarme con Pablo Garibaldi y su familia antes de sumergirme en la maraña de caminos rumbo a Luján y luego Chivilcoy y luego Azul donde me esperaban Augusto y Lidia.

Y como todo viajero primerizo, llevaba más cosas que las necesarias. De todos modos, la Wayra se la bancaba y pudimos encarar los caminos más transitados con elegancia, como pareciendo una moto de gran cilindrada.

Entre Chivilcoy y Azul me encontré sin saber y al mediodía con la largada del famoso Rally Dakar, evento que no ameritó más curiosidad que la sorpresa. Pero llegando a Tapalqué me refugié algunos minutos a la sombra de un gigantesco carro. Jamás en mi vida había visto un carretón de semejante tamaño. Augusto Meyer me esperaba a la entrada de Azul para acompañarme hasta su casa. Pero de tal encuentro con él y la flaca, Lidia, contaré en futura crónica, pues ambos se merecen un relato aparte.

Al cabo de un par de días, habiendo descansado en casa de los amigos, retomé la marcha y fui adentrándome más y más en caminos menos transitados, como la ruta 76, donde el viento hizo su aparición sobre la pampa bonaerense, sobre los grandes campos cultivados, aquellas llanuras extensas donde apenas se divisaba hacia el sur la forma difusa de Sierra de la Ventana. Tonrquist fue solo una pasada para cargar combustible, almorzar unas frutas en la plaza deshabitada y conversar con un viejo evangélico que ofrecía su casa como alojamiento a cambio de prestarle yo mis oídos a sus advertencias apocalípticas. Pero me esperaban unos cuantos km por la ruta 33 para hacer escala en las afueras de Bahía Blanca. Armar la carpa, cenar, bañarme y dormir en una estación de servicio fue la opción elegida, mientras por la ruta 3 pasaban los camiones y el viento.

Allí, en medio de suaves lomadas, me cruzó un viejo Falcon adelantándoseme y de adentro a los gritos me avisan que iba con la pata baja. No sé por qué pero de pronto me acordé del poema Itaca, de Constantinos Cavafis, vaya uno a saber la asociación de ideas, sería por la despreocupación con que viajaba, no lo sé. Igual la marcha la mantenía entre 80 y 90km/h y pude llegar sin tardanzas al acceso a Bahía Blanca, así que descansé un rato en una estación de servicio y entré de lleno en la RN 3, donde, kilómetros más adelante, hice escala en otra estación de servicios donde ya me detuve finalmente para hacer carpa, baño, cena. Había tenido el primer día de encuentro con el viento, presagio y adelanto del que de ahora en más me esperaría a lo largo de la ruta más afamada de la Patagonia (sin contar la 40, claro está).

Armé la carpa como pude (jamás la había probado antes de viajar) pues el viento de la noche insistía en impedírmelo. Cociné un arroz con no sé qué, esos de sobrecitos, y más salado que agua de mar, pero por suerte contaba con una botella de vino que había comprado allí. Al terminar, limpié y guardé todo y me fui a dormir. Había hecho casi 800 km en una sola jornada y eso lo sentiría al otro día, atravesando los confines de la Provincia de Buenos Aires y con mucho calor encima. Hasta ahora y salvo una pequeña pérdida de aceite, la Wayra se venía portando como una reina. Pero estaba el viento. El viento. Y la insolación.

Quienes se aventuran a viajar en moto por la Patagonia, deberán tener muy presentes estos dos grandes enemigos en las grandes distancias. El viento casi permanente todo el año y el sol del verano, pues hasta latitudes altas a partir de Santa Cruz, la radiación solar será inclemente, llegando a temperaturas por encima de los 40° a partir del mediodía, y su consecuente proceso de deshidratación que sufre el motoviajero, inadvertido, solapado, siempre acechante. Es oblitatorio por ende detener la marcha al menos cada hora y media, dos horas como mucho, detenerse y beber mucho líquido; descansar en la primera estación de servicio que encuentre (no son muchas) o entrar a los pueblos que cruzan su derrotero. La distracción es fundamental para compensar la monotonía de la ruta. Es importante también leer toda la información que a través de blogs y páginas hay en la red sobre los viajes en solitario por la Patagonia, desde motos de bajas cilindradas hasta máquinas poderosas.

El viento es una presencia inolvidable, feroz a partir de determinada latitud (45 a 50° S). Una agresiva manifestación del Gran Sur, que por lo general y prácticamente nunca deja de embestir con dirección SO a NE. De manera constante, arrachada a veces, a veces cambiante, sorpresivo al salir de un cañadón, harto peligroso al pasar un vehículo mayor, ladeado y que ladea la moto, hasta incluso llevarla hacia el carril opuesto o sacarla de la ruta. Son innumerables los relatos de motoqueros despistados por el viento. Los conductores esfuerzan a sus motos para mantener los promedios y los motores se calientan más de la cuenta y el consumo de combustible aumenta considerablemente en la ingenua pretensión de querer ganarle al viento. La tensión y el estrés hacen el resto.

Hilario Ascasubi, Pedro Luro, Villalonga, Stroeder, fueron pasando como rompiendo la monotonía de patagonia que recién empieza, parcelas a veces sobrealimentadas de agroquímicos para producir soja, ¡incluso aquí!, en medio de un paisaje de tierras grises pero donde cada tanto un canal de irrigación pone un poco de verde en el páramo. La tierra dominada a fuerza de lucha constante, con sus pueblos agropecuarios de casas bajas y vidas rutinarias, de veranos inclementes e inviernos rigurosos. En Pedro Luro entré solamente para comprar unas frutas y agua. Era al mediodía. Todavía me esperaba un buen trecho para alcanzar Carmen de Patagones y cruzar el Río Negro, que no es negro sino de un azul parecido al Uruguay. Y a eso de media tarde crucé el puente viejo y tomé la avenida costanera de Viedma, buscando un reparo en la fresca sombra de la costa.

Tenía al partir la ilusión de visitar la Isla del Jabalí, pero como eran unos cuantos kilómetros de camino que no estaba en buen estado que no quise hacer sufrir a la Wayra. Hice noche en Viedma con la idea vaga de conocer la playa al otro día, acampando en el Balneario El Cóndor y pasar allí un par de días, pues en la oficina de turismo me habían dicho que había varios y buenos campings. Estaba anocheciendo todavía cuando ya había cenado unos sángüiches y me desplomaba en la cama presa del sueño. La insolación había hecho su silencioso trabajo de cansancio y de dolor de cabeza.

A la mañana siguiente, temprano y recién desayunado, controlé el nivel de aceite del motor y aceité la cadena, cambien el foquito del stop que se quemaba por nonagésima vez, ajusté todo el equipo que llevaba encima como un gitano trashumante, y partí ansioso rumbo a la ruta 3. Craso error. Me hubiera quedado. Hubiera marchado hacia el balneario y descansado más. La ansiedad por llegar a Trelew empezó a roerme la mente y calculé (mal) que estaría allá al atardecer, a más tardar, pues sólo tenía unos 540km por delante. Pero no contaba que entraría a San Antonio Este (el otro puerto, con sus balnearios menos conocidos, más desolados, más interesantes) y allí me demoraría unas cuantas horas dándome el placer de almorzar un plato de mariscos en una fonda de pescadores.

Luego volví a lamentar que no haya hecho noche allí por varios motivos. El más importante fue que esas playas interminables invitaban a recorrerlas, después de haber plantado campamento bajo la sombra de los tamariscos. Sumergirme en esas aguas atlánticas, y esos oleajes cuyas rompientes distaban muchos metros probablemente por la presencia de una línea de roca que corre paralela a la costa. Preparar una buena cena, a la luz de una fogata, y el cuerpo recobrado con el primer vinito bajo las estrellas. Ah! cuánto lamento el no haberlo hecho. San Antonio Este es lo desconocido (hasta ahora) por el turismo, que busca Las Grutas y pasa de largo. Es más inhóspito. No tiene una estación de servicio. Pero bien pertrechado de todo lo necesario, bien vale pasar allí aunque sea una noche y dos días, acampando como decía en cualesquiera de esas inmensas playas, donde el sol sale y se oculta en el gran Atlántico. Y yo tenía todo lo necesario, pero seguí rumbo a Trelew y dándome cuenta, al atardecer, que no llegaría sino hasta muy tarde, por lo cual decidí entrar a Puerto Madryn para hacer noche. Nuevamente, otro error. Llegar a las 22 a esta ciudad pretensiosa y buscar alojamiento significa terminar cayendo en el campamento del Automóvil Club, un lugar ciertamente insalubre y carísimo. Si en Viedma pagué $75 por una buena habitación con baño, aire acondicionado y todos los chiches, en el camping del ACA pagué $50 por una porquería de parcela donde me tuve que aguantar toda la noche el barullo de una discoteca, el ruido de los autos, los llantos de las criaturas de las carpas cercanas, el griterío de los asadores tardíos con mucha birra encima, y encima los baños hipersaturados de porteños, hipersucios, hiperfría el agua de las duchas.

Motoviajero que viajas al sur, no te recomiendo hacer estadía en Puerto Madryn. La otrora ciudad casi de pescadores, con su hermoso malecón que circunda el Golfo Nuevo, sus muelles donde habitan los lobos marinos, su tranquilidad, es hoy una ciudad de plástico, con un turismo de plástico. Bonita por cierto, pero sólo eso. Aquí todo es muy caro, pretensioso, y apunta solamente al visitante europeo. Y la promesa de hacer Península de Valdez, es también parte de ese falso candor que presenta la ciudad al viajero distraído…

Así que habiendo desayunado más o menos temprano, llegaba a Trelew a eso de las once de la mañana, contento porque entre otras cosas, me iba a reencontrar con mi amigo el poeta Jorge Spíndola, de quien me separaban unos muchos años de no verlo. Había recorrido apenas 1925km, días antes de estrellarme en Pampa de Salamanca, habiendo mordido la banquina y perdido el control de la Wayra entre las piedras, a 100km/h, más o menos cerca de la estación de servicio abandonada que inspiró a Jorge este poema, y que el Miguel Angel Federik considera un bello poem road:


         Ya lo sé



yo ya sé
lo que es el amor.

yo aprendí a beber vino
cuando trabajaba
en la pampa de salamanca
al borde de la ruta 3.

aprendí a beber callado
mirando las martinetas
que se iban siguiendo la alambrada.

de vez en cuando un camión
como un incendio perforaba la tarde
y pasaba
dejando un suspiro en las retinas
de los perros.

a lo lejos había
un molino negro
el viento agitaba sus pedazos

molino deshecho
sin aspas para el vuelo
chaperío sin alas
llorando en pozo de la noche.

yo bebí borracho en las alturas
a mi no me digan nada.

perdí una camisa
buscando ovejas en la nieve
perdí los sentidos
mareado en una torre
que se alzaba como un sueño
en la chatura de la estepa/
un mirador creo que era.

y ya sé lo que es el amor

(por las noches yo dormía
en un catre adentro de una casilla)

después de apagar el alumbrado
(un lister a todo culo)
desaté los perros
y me quedé bebiendo
con los ojos mezclados con la noche

con la piel hecha un silencio
como un solo cuerpo enmudecido por la pampa.

en la pieza brillaban
por la luna
las latas de aceite supermóvil multigrado/
el viento ladraba a la ventana.

el viento es un perro desgraciado
aullando en las orejas del insomnio.

los vehículos pasaban en la ruta
con ráfagas de luz en esa pieza.

y por eso
yo ya sé lo que es el amor

yo recé borracho el padrenuestro
para que
un auto con dardos veloces pasara iluminando
el cuerpo de thelma tixou
que brillaba en el almanaque
de aquella noche de aquel invierno
de esos años.

thelma estaba espléndida en esas soledades
tenía un vestido rojo
que ardía ante mi boca
cuando las luces
la encendían como llama en pleno vuelo.

yo ya sé lo que es la sangre
cuando arde como aceite en la penumbra.

el cuerpo de ella era un planeta
girando en el abismo

y yo su único habitante/
me ataca como una sed cada vez que me acuerdo de esa diosa.
el amor es como apretar una foto de thelma tixou
en la garganta de la noche/
o el amor es otra cosa
animal que se espanta
que vuela lejos
y uno
no ha tenido el gusto.

                                      Jorge Spíndola



Fotos en:
http://www.flickr.com/photos/50109771@N07/sets/72157624210662194/

lunes, 19 de julio de 2010

Donde se cuenta acerca de un viajecito inaugural, y a través del tiempo...

Donde se cuenta acerca de un viajecito inaugural, y a través del tiempo, hacia el extracto de carne y el plateado de espejos de Justus von Liebig, y los barcos hundidos a consecuencia de semejantes inventos, y de cómo se portaron las nuestras y ochentosas cabalgaduras





A la semana en que la Wayra quedaba en manos cuidadosas y se fue para otras rutas, yo podía terminar el asunto de los papeles de la Blue Rider y así tener la posibilidad de probarla en ruta, como ella me estaba pidiendo desde hacía unos días. Así que un sábado por la mañana salimos con Sire Omar de las Quilmes a encarar la temible Ruta 14 rumbo a Pueblo Liebig, a unos 90km de casa. Un tiro corto como para conocernos, sin más pretensiones que no sobrepasar los 95 ó 100 km/h. Cargué las alforjas con lo necesario, entre otras cosas el equipo de mate, le puse el corderito que mejora la conducción, amortigua las vibraciones (si las hubiere) y descansa las sentaderas, y salimos.

La 250 se portó bastante bien (digo “bastante” porque no la conocía totalmente). Vibra un poco entre los 70 y 80km/h, supongo que la delantera no ha de estar bien balanceada. Pica bien a los 95 y en segundos pasa los 100. Durante el trayecto, incluso nos dimos el lujo de sobrepasar un largo Scania que iba a 110. El reloj marcó 130 pero sabido es que estos velocímetros chinos mienten en promedio unos 10km/h. Fueron unos segundos que sentí la vibración, no ya de la máquina, sino del susto a ir a semejante velocidad.

Pero entramos al acceso a Pueblo Liebig, encarando los serruchos del ripio y los arenales, muy lentamente no sea que terminemos despatarrados y llegamos al caserío donde nació mi madre. La calle larga en cuya curva empiezan los chalés de los ingleses de la fábrica. La Liebig Meat and Fruit Co. El calorcito de marzo era bastante insoportable y casi al mediodía, aparte de un ciclista conversador que nos tomó un par de fotos, de un cardenal distraído que pasó y se perdió en las enramadas y un par de lagartijas, no andaba nadie. Pero nadie de nadie.

El recorrido obligado: la calle larga, el almacén que antes fue la biblioteca (que conservaba la colección completa de Reader’s Digest en inglés que donara mi abuelo), el restorán y el portón de acceso a la fábrica, el muelle de pescadores, el barrio de los obreros, la escuela, vuelta a la calle larga para mirar mejor los chalés, el museíto, las arboledas silenciosas, las mariposas de don Mateo Zelich…


Mi familia materna procede de ese pueblito que creció y se detuvo porque su vida transcurrió durante varias décadas en torno a la fábrica, el frigorífico de la Liebig, que debe su nombre al químico alemán Justus von Liebig (1803-1873), y fue uno de los más importantes del país durante la primera mitad del siglo XX. Andar por esas callecitas de ripio suave y arenoso, siempre es para mí una práctica de ucronía, un entrar al tunel del tiempo y volver a una época pero que no es la pasada, sino una alternativa del pasado:



Llegamos con la resolana del mediodía cuando los espinillos se transforman en apenas arbustos retrocediendo en sus días de floraciones aromáticas, cuando los pinos dejaban de ser pinos y volvían a nacer las palmeras yatay de la zona, y las motos que conducimos ya son Matchless o Royal Enfield de los años ’40. Apagamos los motores y nos quitamos las antiparras frente al chalé de Mr. Evans. En la veranda dos mujeres toman el té y conversan animadamente. Ambas visten a la moda, faldas entalladas y blusas floreadas. Una acaba de volver de Birmingham y sólo habla de las tristezas de la guerra que vio y oyó con ojos y oídos prestados. La otra es hija del país pero su marido nació allá, no en la isla sino en el continente, en la región franca de Bélgica. Sin embargo, él tambien creció en estas tierras bárbaras, aunque su formación fue en un colegio renombrado de la época, donde mejoró el francés de su estirpe y aprendió el inglés de sus futuros patrones.

Y entramos a la gran fábrica y vemos las gigantes autoclaves donde se cocina la carne que será corned beef, o las calderas que habrán de producir la energía necesaria para producir el valioso extracto de carne que honra a su inventor, Liebig. Pero ahora recién estamos a escasos años de la guerra. Y en el muelle veo un gran vapor que espera la culminación de la estiba y entonces pienso en la cantidad de barcos cargados de extracto o corned beef que los U-Boat alemanes mandaron a pique a lo largo y ancho del Atlántico. El químico alemán que inventara ese preciado producto había vendido su patente a capitales británicos, quienes fueron los históricos dueños de éste y otros frigoríficos de Sudamérica, y cuyos productos que embarcaban para alimentar las tropas del frente, terminaban alimentando las profundidades del mar gracias a los torpedos lanzados por oscuros submarinos del Reich, al mando de anónimos capitanes de 24 años. Y recuerdo también que este curioso personaje del siglo XIX no solamente fue célebre por el derivado cárnico, sino porque además fue el padre de los fertilizantes a base de nitrógeno y el plateado de espejos, que perfeccionara luego Henry Draper (médico y astrónomo, 1837-1882) en particular para los espejos astronómicos, cuya aplicación química en la superficie especular logró que los sistemas de ópticas de dos espejos terminaran por destronar el largo reinado de los telescopios refractores. Generaciones enteras de astrónomos, constructores y aficionados aún deben a Liebig una larga deuda, todavía no reconocida, ni siquiera conocida como tal.


Pero suena la sirena que anuncia el cambio de turno y una tropa de obreros y peones sale y otra entra al gran frigorífico. Traspasamos el portón y ya no volvimos a ver aquellas caras curtidas, aquellos uniformes, aquellas nacionalidades todas confundidas. Pusimos marcha hacia el barrio y descubrimos las casitas diseño suburbio obrero inglés, dos unidades habitacionales comunicadas por un mismo patio interno y un solo baño a compartir entre varias familias; la vieja estafeta donde un niño Héctor C. Izaguirre jugaba al cartero, todavía no poeta, no profesor de literatura en el Profesorado de C. del Uruguay; el almacén de las tardes de truco y giñebra; el hotel de visitantes, el MES, con los grandes balcones abiertos a la costa del río.

Salimos de las callecitas soleadas y nos adentramos en la bruma del atardecer. Un Whippet ’26 dobla hacia la calle larga. El ronroneo de los cuatro cilindros, las llantas de rayos de madera, el oliva de la carrocería, se van diluyendo en la neblina, que viene del río y avanza entre las cortinas de árboles. Todo sonido se amortigua. Toda imagen se confunde. Los contornos de las casas y los últimos caminantes del día se difuminan silenciosamente. Una sola ventana iluminada, de un chalé, le pone cierto sepia a las cosas. Liebig es como una fotografía velándose lentamente. Pero todavía sentimos el cosquilleo de los dos cilindros entre las piernas. Y entonces tomamos la ruta del regreso. (18/07/2010)




La calle larga de Pueblo Liebig


Todas las fotos en Flickr:
http://www.flickr.com/photos/50109771@N07/



Enlaces de interés:

http://portal.iai.spk-berlin.de/miradas_alemanas/Justus-von-Liebig.220+M52087573ab0.0.html
http://www.fisicanet.com.ar/biografias/cientificos/l/liebig.phphttp://www.historiasdelaciencia.com/?p=467

sábado, 17 de julio de 2010

Crónica especular: mercados callejeros



Tiempo atrás había retomado el trabajo de desbastado de un vidrio que será algún día el espejo de un futuro telescopio y recuerdo que lo menos interesante fue que me pasé parte de la tarde retocando el bisel a los discos y no pude pasar al carborundum siguiente... y recordé que debía hacerme una buena lupa para controlar el avance del proceso de alisado de la superficie óptica… y pienso y recuerdo, no sé por qué extraños enjambres de la memoria, la vez que estuve en el Mercado Central N° 4 Mariscal Silvio Pettirossi de Asunción del Paraguay, cuando me pasé todo un día oliendo y viendo y, a lo mejor, descubriendo una muchacha hermosa de ojos como el Egeo, que andaba por ahí como una delfina en raras aguas, andaba como una cierva esquiva entre los tomates y los quesos y tanta chatarra electrónica traída desde Manaos. 

(Fue un día fulgurante de noviembre. Hace mil años. Pero no importa tanto cuándo y cómo fue y además ya lo viví y lo escribí y lo publico al pie porque jamás ha salido impreso en libro. Se llama Epístola desde Pettirossi. Fue el único poema verdaderamente erótico que he escrito (hasta ahora) dijeron algunos amigos, ¿pero ahora? y ahora me viene al presente mientras recorro el bisel con una piedrita de afilar, la importancia, la presencia de los mercados en la poesía. Diría más: en la vida de quienes pretendemos ver con los ojos recién nacidos. La única que verdaderamente tiene sentido.) 

El segundo momento del trabajo con el vidrio pasó de largo pues debí ir a una verdulería a pelear el precio y la procedencia de un par de tomates, así que cuando finalmente regresé me vinieron, de pronto, estas palabras a los labios: "what to you dou Whitman in the tomatoes". Y al volver busco "Supermarket in California" de Allen Ginsberg y busco y rebusco aquellos versos escritos en 1955 y en ningún lado encuentro la cita textual. ¿La memoria me está está cambiando los poemas? Dice Allen: "Wives in the avocados, babies in the tomatoes!--and you, Garcia Lorca, what/ were you doing down by the watermelons?" ¿De dónde saqué aquello? Porque convengamos que la imagen del viejo barbado patriarca entre los tomates es más interesante que la de Federico al pie de las sandías. 

Palandriji, querido geómetra, ¿qué piensa usted? Ginsberg se mete una noche en un supermercado y se encuentra con Whitman. Lo mira al viejo, lo estudia, le dice que a dónde nos apuntará tu barba esta noche y entonces describe el mundo que circula entre las góndolas mientras Whitman pregunta "quién asesinó las chuletas de cerdo" (sin duda recordando a su vez a William Blake por aquello de "quién asesinó los minutos". Pienso Palandriji, usted que es viajero de ultramarinos, ¿no deben haber muchos mercados en el mundo anglosajón, no? De dónde se la habrá ocurrido al autor de Aullido el describir un Supermermarkt in California. 

Pienso en la Cashbba de Marrakech, en el laberinto del mercado de Esmirna, en el Quartier Latin incluso. Me acuerdo de un mercado en Porto Alegre donde el olor y el color de los mamones maduros teñía el aire y cuya luz rebotababa en los vidrios espejados del comercio. En las coyitas tenues del mercado central de Salta, con sus barriles de coca y ají locoto y maíz overo y quinua y variedades infinitas de porotos y las mesas de sus bares con un papel de diario blanquísimo y limpio como mantel para comer un plato de locro o un par de empanaditas picantes y una jarrita de vino por cuatro pesos. Todo tan fresco, tan pulcro, tan saludable, tan vivo. Y el olor de los ajíes y los quesillos de cabra y las artesanías en palo santo de los últimos guaraníes de Tartagal. 

Palandriji: ¿sería posible un viaje iniciático por los mercados? Quizás encontremos algún maestro dedicado a reparar ollitas de cobre, algún algebrista haciendo fractales con una tiza en el adoquín, algún vendedor de hierbas medicinales que nos hable del nahual y el tonal, como Don Juan Matus en las recovas del mercado de Mexico DF. Usted que es viajero en tierras extrañas, ¿no le gustaría recorrer las callejuelas del mercado de Alejandría para ver qué vio Durrell de lo que antes aún vio Cavafis? ¡Qué olió Cavafis mientras allá cruzando el mar estaba Grecia con sus olivos y sus ruinas! 

Cuando era niño y no era poeta (dice la leyenda) un día mi madre me llevó a recorrer el mercado central de Concordia. Un hermoso edificio cuyos arcos en las bóvedas sostenían altas claraboyas. Conocí las pintas oscuras en las rodajas de los surubíes, las bogas abiertas con sus singladuras bien rojas, los corderitos recién faenados, los tachos de leche de la madrugada, el vino en damajuanas de diez litros y las damajuanas en sus canastos de mimbre, y el tomate de la zona, pequeño, sin góndola y sin insecticidas. Y el tomate tenía sabor a tomate. Ahora el tomate no tiene sabor a tomate y al mercado lo demolieron y en su lugar construyeron departamentos para milicos sin Saravejo. 

Pero pasan los años con ese presente continuo como la vida en cualquier mercado popular del mundo, porque cada mercado es único y es universal, hasta que una mañana reciente de gran frío en este Sur, una amiga con la sangre caliente pero “la frente muy alta y la lengua muy larga” me pregunta por Asunción y yo quise contarle de Pettirossi… y como es preferible nunca discutir con una fémina, me refugié en aquellos recuerdos y al volver a casa le digo a Ana: "si hago un viaje iniciático empezaré por Frisco y buscaré los lugares donde anduvo Allen Ginsberg". Ana me mira y me dice, tranquilamente mientras lava un tomate de supermercado: "esos lugares ya no existen, se los llevó la sociedad de consumo." Y yo pienso: en aquellas épocas en que el espíritu de Walt Whitman entraba por la noche a un mercado, el Sputnik salía de la atmósfera y mientras tanto arreciaba la caza de brujas de Macarthy. Un mundo acababa de terminar y otro estaba empezando. 

Y desde entonces, los tomates no tienen sabor a tomates.

 

 

 

 

Epístola desde Pettirossi

 

 

 

y nos metimos

           entonces

en un desarmadero de chanchos y surubises

mientras el color del mundo giraba en los mamones

           en los tomates

           en la fritanga de las chipaceras

y en la transpiración de esas mujeres

que comían su asado con mandioca

           viviendo allí

           o muriendo allí

en un turbulento aire de ajos pelados

           y naranjas radiantes

           y jabones

           y costillares de vaca

           y mariscos desparramados

           y corpiños gigantescos

por donde nos metimos mientras el calor del mundo

nos hacía sentir extraños seres

                                                       sin embargo

                                                                               intrusos

en un mundo de locos santificados

extraños seres de un mundo sin contrastes

pero oliendo con todo el cuerpo

comiendo chorizos catapultados desde un estéreo

con huevos fritos que venían en flotilla

                                                                       como ovnis

esquivando calzones voladores y cazuelas de mondongo

y corazones de vaca aún latiendo

y quién sabe qué maravillas

por donde nos metimos

entre pirámides de solemnes zapallos

y hermosa podredumbre de computadoras despavoridas

ante el canto de las lenguas

           el yopará fantástico

           el castellano         el coreano

           el yanqui               el portugués          el portuñol

           y el guaraní yopará nuevamente

zumbando en las tetas de las criollas descomunales

o sobre la toldería color ananá y mandarina

en un aire que no consagra primaveras

                                                                       pero

si hubieran estado

                                   che

se hubieran cagado tanto de risa de tanta cosa tremenda

           fritándose

                                   asándose

                                                          hirviéndose

           en una desenfrenada sopa de pescado

           apurada con chipa-zoo

           a las siete de la mañana

en el momento en que una mujer entraba al olor

           y miraba escuchaba sentía vivía

navegando como gacela en celo

           andando como delfina sorpresiva en raras aguas

alerta a tanta transpiración hermosa del planeta

                moviéndose ahíta del amor

                sumergida en el asombro

domingo, 11 de julio de 2010

Cinema Paradiso en Concordia


Un sábado a la siesta y los chicos que jugaban a la pelota en la terraza del cine parroquial hasta que apareciera el cura —desteñida sotana, boina y rezongos— y entonces bajaban hasta la cabina del proyectorista porque sería el momento en que éste le pasaría la película a monseñor, antes de su estreno, y ya con varios cortes.

Uno de los chicos fue mi padre, y a la manera del Totó de la película, se asomaba por la ventanita de la cabina esperando la escena del beso que sería cortada por el censor eclesiástico. 

Sería a fines de la década del treinta, cuando la ciudad contaba ya con varias salas, pero el hecho de tener una terraza para jugar con una pelota de trapo y colarse detrás del proyectorista de cine (que a su vez era un tío de apellido Duce), era un programa mucho más tentador que el catecismo obligatorio de los sábados.

Mi padre siempre contaba esa anécdota, después de los asados y los vinos pero antes de remitirse a su inveterada proclama anticlerical, incluso para sus propios parientes, la mayoría diestros y de la Asociación Católica, que a la sazón fue uno de ellos quien practicaba el tijereteo al celuloide, ya antes de esperar la orden del cura sentado metros más abajo, en la platea del cine.

Que la universalidad del arte sea un hecho harto constatable no es ninguna novedad. Ya lo había dicho Tolstoi. Pero una noche de principio de los noventa, yo llego a casa de mis padres cuando terminaba el ciclo de cine que hacían Morelli y Berruti y lo veo a mi viejo, sentado en el viejo sillón, las manos en los bolsillos del abrigo, con los ojos vidriosos y la mirada blanca y escucho los últimos compases del Tema de Amor de Cinema Paradiso y veo en la tevé la escena final, aquella de los besos censurados, aquellas Garbo, aquellas Audrey Epburn, Laureen Bacall, o Ingrid Bergman apasionadas a cuyos besos, desnudos y cuasi desnudos, y abrazos, el fanatismo le negó a generaciones enteras de espectadores. Le scene più belle del cinema amputada por rigor de las sotanas.

Mi padre era duro para manifestar su sentimiento. Se acostó inmediatamente y sólo unos días más tarde apareció por casa para decirme de sopetón la alegría que sentía de ver esa película.

Y recuerdo: A la vuelta de mi casa vivía un tal Cabrera, popularmente conocido por Propalación Cóndor, pues tenía dos furgones Chevrolet pintados de verde loro con los cuales hacía publicidad rodante y pasaba películas al aire libre en los barrios. Padre no lo quería, decía que era un viejo gorila (y probablemente lo haya sido), y por tanto yo recibía las amonestaciones del caso si por ventura me deslizaba en su taller de reparación de radios y él llegara a enterarse. Pero me atraían infinitamente esas antiguas bocinas, aquellos viejos carromatos con proyectores, las tortas de celuloide. “Propalación Cóndor —decía la publicidad— la voz del comercio y la industria de Concordia”.

Y no quisiera apropiarme de recuerdos ajenos pero así como mi padre fue la generación de entreguerras y yo soy de la generación del Sputnik, el Wincofón y la birome, puedo comprender y sentir esa malinconia que hay en la película de Giuseppe Tornatore, pues también hubo un Cinema Paradiso en mi infancia y en mi adolescencia hubo amores furtivos en la butaca de al lado y no debería existir nostalgia más fuerte que el recuerdo de aquellos besos en la penumbra de la selecta, cuando en la pantalla había Verano del ’42 y Jennifer O’Neil se reflejaba en los ojos de ella. Unas décadas más tarde, cuando la extinción de los cines era una realidad, Miguel Angel me comenta de un libro extraño, un libro de poesía póstumo de un autor menor, de provincias, y en particular de un poema, que siempre recuerdo.

Por eso y tantas cosas más, dejo ahora esta voz para que sea la voz del poeta Zoilo García Quiroga quien se exprese:

 

 

Celuloide

 

Oh, dios bendito, Boogie,

bendito seas en este templo

erguido y erigido en tu memoria

con el suspenso aquel

que dejaste colgado

desde "El halcón maltés" en adelante

o para siempre, derrotando a la mafia

en Casablanca, eterno con tu smoking muy blanco

fumando de costado, con el dejo de siempre,

despectivo, pero hondo,

ganándoles a todos en astucia,

o en la "Reina Africana", sucio, tosco,

y viejo casi,

seduciendo a la casta maestrita

que quería jugar a lo selvático.

Oh, Boogie inolvidable! ¿Qué gavilla,

qué mina, que dueño de burdel o de casino

no se paralizaba de terror

con tu mirada fría, que les hacía correr

el hedor del orín, sí,

en alma y calzoncillo?

¿Qué mujer no tembló, si le decías

“ven aquí, pequeña” o "come here”, es lo mismo,

porque tu voz metálica, golpeaba y atraía

¿Qué mujer de 50 en adelante

no soñó con tu revólver invencible?

—y desecho ex-profeso la metáfora fácil

diciendo "tu enorme pistolón"

¿Qué mujer, te decía, no soñó con tu revólver

penetrándole el alma y la entrepierna?

 

Mientras, aquí, a tu lado, el sombrero chanfleado,

el chaleco con fleco, la mirada hierática,

el otro mito fascista, prepotente, despiadado,

el Viejo John, de caminar trotando y casi chueco,

pero siempre bailando sobre botas,

bajaba indios a granel, como bajaba también,

en el silencio cómplice del despacho

del senador Mc Carthy,

a compañeros, tachándolos de izquierdistas.

 

Y luego... aparecía un rubiecito

resentido, apocado, elíptico en su mirada torva

para mirar todo eso y rechazarlo

sin atreverse a decirlo claramente, pobre Jimmy

al que le dolía ese Hollywood de sueños de metal,

especie de "cabecita" pero rubio,

venido de las praderas

a "las luces del centro", como diría Gardel

o cualquier otro.

"Un rebelde sin causa" y aún sin cauces.

por eso, como Monty y como tantos (¿tontos?)

que quedarán anónimos

cual Monzones sin Lectoures,

como Marilynes sin sus Kennedys,

estallaría en pedazos, con el balazo simple

de un Rolls Royce estallando, al fin y al cabo

prolongación lograda de sí mismo.

en Los Angeles, California, sueño de sueños,

edad de oro de los Mayer

construida cada vez que el león rugía

embolsándose dólares como piernas ajenas,

como entrañas en medio de la selva

con Tarzanes hablando en media lengua

"I love Jane...".

Querida, pelirroja, dulce Margaret O'Sullivan.

No pudieron, quizás, ángeles temblorosos,

resistir tanto sueño y tanto ensueño.

Ni quisieron copiar, como hizo Europa,

con el dulce Delon, que es el Belmondo lindo.

Hablamos de la copia “made in France”

que se inventó los glúteos de B.B.

(los glúteos y los ojos, seamos francos,

y su "mirar felino" y andar

siempre descalza y siempre en bolas,

para pasar al frente).

Mientras Italia, que comenzó entre los escombros

de la guerra, con esa bicicleta simplemente

que se inventó Don Vittorio Primero

—les hablo de De Sica, por si hay dudas

en este juego de palabras—.

Italia, te decía, preparaba para más tarde, Cinecittá,

y, nada más y nada menos, que al inefable Federico y su Giulietta,

el Marcello que aún hoy puede reírse de Casanova,

de Bertolucci y otros.

Oh, templo del hedonismo y los sueños

de miles de millones como nosotros

que se sintieron millonarios con Rock Hudson

que se volteaba vírgenes impolutas, rubias, lindas

y tontas, como la Doris Day, que "no lo hacía"

si no era con matrimonio y en technicolor.

Dioses del celuloide y otras yerbas,

aquí vienen paganos adoradores

a preguntar quiénes sois,

Michele, Alain, Lucchino, Tyrone, casi olvidado

entre arenas y toros, desde los brazos de Rita Haywoorth.

No importa si estos chicos no os conocen,

aquí estoy yo, por cincuentón y viejo,

nacido antes de la TV, por suerte o a Dios gracias,

para adoraros, como en aquellas tardes

de matiné en mi pueblo de Entre Ríos.

Oh, dioses del celuloide y la pantalla grande,

por cincuentón, por viejo, por cinéfilo o lo que sea,

os rezo: "¡Muera el video y viva el sueño, mierda!"

 

ZOILO GARCÍA QUIROGA, Poemas, op. póstumo – 1998. Selección y prólogo Dardo Torres Rodríguez.

martes, 6 de julio de 2010

Canción ecuatorial para Silvia Diez

Primer Encuentro de Constructores Aficionados de Telescopios Cielo Sur, Gonnet 2003. José Luis de Conceicao, JM, Laura Márquez (Mimí), Silvia, Miguel Ascolese y Alberto Petrucceli (atrás)





Quiero verte de nuevo

buscando con tus manos de artesana

los controles del gran ecuatorial

— aquel viejo Polifemo que llaman telescopio—

para mostrarnos del sol esas manchas

y como nunca repetidas fueran las tormentas de iones

al despertar un dragón yaciente

entre relojes y bronces

y en un día sin estudiantes o turistas

que irrumpieran la sacralidad del observatorio

pausada y profunda

como la ceremonia del té,

y en tu mano artesana, en ella,

un instrumento para calcinación de las ópticas

cuando enfocabas al mediodia del sol,

aquél también de las terribles manchas

mientras el geómetra Palandrius

empujara una escala de media luna

para que este intruso llegara hasta el ojo del gigante verde

a limpiarle telarañas de estrellas y polvo de la galaxia,

y desde allá arriba

como desde la barquilla de un mastelero

indicara coordenadas erráticas

entre jacarandáes y tilos y en un noviembre de exacto mediodía

aquel también de las terribles manchas

cuyas tormentas incomunicaban satélites

y quién sabe qué artificios de las tecnologías

mientras allá abajo, abajo,

entre restos cometarios caídos de las cúpulas altas

eras como un duende revelándonos el milagro

y yo arriba de la escala,

quizás y apenas un polizonte

que no podía tomar en serio semejante maravilla

y entonces invocara la complicidad del geómetra

para descubrir niñas estudiantes

que iban a sus exámenes en las astronomías

en senderos bordeados de tilos y jacarandáes

en el mediodía más claro de noviembre

o para que el aire sagrado del observatorio

no terminara con nosotros,

no lo sé,

pero fue simplemente eso,

y simplemente

Silvia.

Refractor "Gran Ecuatorial" Gautier, instalado en 1895, con sus 430mm de diámetro fue uno de los telescopios más importantes del mundo en sus años. (Foto Observatorio AStronómico de La Plata).


domingo, 4 de julio de 2010

Una canción para el verano


 

Se il giorno posso non pensarti

 la notte maledico te

E quando infine spunta l'alba

c'e' solo il vuoto intorno a me.

 

 

1.

Todos estábamos muy borrachos. Nuevamente llovía sobre Trelew. Y llovía sobre nosotros, pobres criaturas. Había una vidriera en una esquina. La habían empapelado con diarios viejos. En uno de ellos, un poema hablaba de un hombre que veía arañas en el cielo.

El nuestro, tampoco era un cielo de Lucy con diamantes.

 

 

2.

Mi padre es un hombre muy bien parecido. En la foto aparece con capote y birrete. Lejos anda el mar del Sur. Es un hombre muy apuesto.

Dicen que unas cuantas chicas — trajecito de satén y guantes de cabritilla — se morían por él en las vueltas del perro un domingo con otoño y música de Bing Crosby.

 

 

3.

¿Qué sabor tenían las peras? Era el árbol más grande que conociera y tenía un agujero en la horqueta donde siempre anidaban las tacuaritas.

¿De qué color? ¿De qué forma eran las hojas?

Tendido en la mesa de cocina y al abrigo de la siesta, dejaba que trocito a trocito una peras se disolviera en la boca.

 Y esperaba que llegara el radioteatro de las cuatro con Juan Moreira en la voz de Oscar Casco, el verdadero León de Francia.

 

 

4.

La siesta era para cazar mariposas. Bajo el paraíso, dos cosas: chicharras y una langosta que mastica.

Los gurises volvían a sus historias de Emilio Salgari, pero los ojos de ella — irresistibles— una invitación, eran una hermosa invitación.

Ni Luigi Tenco sabía tanto del amor.

 

 

 5.

A las ocho pasó don Ceratto en el triciclo Guzzi cargado con los tachos de leche. A las nueve, el carrito de la panadería La Española. A las diez y pico el pescadero con la palanca vacía en una punta y media res de surubí en la otra.

La flauta del afilador dio vuelta la esquina como a las doce. Dejamos de jugar en la arena y nos quedamos atentos hasta que volviera a doblar en la otra esquina. El calor era insoportable.

A las cinco ya habíamos seguido otra partida de Fischer-Spatsky. Carnaval quedaba terriblemente lejos.

A las seis y media cruzó una moto — un muchacho y una chica de hot pants —. Siguieron de largo en Urquiza y Mendoza y se estrellaron contra el camioncito de Fosforito Egel, el repartidor de soda. El rugido de la Gilera 200 se prolongó algunos segundos y las piernas de ella tirada boca abajo no dejaban de temblar.

No tenía las palabras, pero supe que la dicha y la desdicha iban juntos.

Eso fue todo.

 

 

 6.

Esas campanas,

¿anuncian el comienzo o el final del día?

 

 

7.

¿Has visto como pasan los biguaes al atardecer? Suben el río en bandadas de no más de siete.

Entre las piedras del río, cuando cae la tarde y los sonidos del verano se deslizan por el agua y el olor del verano viene entre las piedras como boguitas cuando el río empieza a cambiar de color, de verde claro a verde plateado, los biguaes vuelven y uno que otro se zambulle. Luego remonta vuelo con una mojarra en la cuchara del pico.

Así van pasando, hasta que sale la luna.

 

 

 8.

Discutimos tanto que nos perdimos el alunizaje de la Apollo XI.

A lo mejor, no necesitábamos verlo: quien ha dormido bajo las estrellas puede conocer muchos mundos sin moverse de su terraza.

Y se especializa en ser un astronauta de los sueños.

 

 

 9. 

También el viejo auto de otras veces. Ahora, amaneciendo entre álamos. Nadie pudo dormir esperando la balsa. De cuando en cuando, un camión resoplaba, una baliza se encendía.

Los cargueros pasaban lejos de la costa. El río en creciente y el camalotal que sólo nosotros conocimos.

Faltaba mucho para oler el mar pero los grandes barcos no dejaban de pasar.

 

 

10.

¿Te acordás de Miriam Makeeba? Sería en febrero y teníamos un tocadiscos Winco.

Estrenaría un pantalón oxford para cuando empezaran los corsos. Y a Margarita el pelo le caía en flequillos oscuro en la frente.

Cantaba Miriam Makeeba cuando padre también nos llevó a conocer el hielo: en una esquina del centro habían armado una casa redonda, completamente redonda, como un iglú. Y nosotros entramos y durante mucho tiempo me pregunté, si los muebles deberían ser redondos, las sillas, las camas, donde habría que dormir como en posición fetal.

Pero después empezarían los corsos y después vendría Margarita y ya todo sería tan estúpido tan cruel y tan hermoso.

El flequillo le caería inolvidablemente, como si fuera la voz de la Makeeba cayendo desde el viejo Winco.

 

 

11.

Un sábado decidí visitar al Maestro. Y viajé largas distancias. El tren perforaba un monte de espinillos bajo un rocío de telarañas.

Daba vuelta, yo, en la ciudad extraña. Caminé hasta su casa como colgada de una colina. Parecía así entonces.

Abrí el portoncito de madera. El viejo le hablaba a uno de los gatos. No tuve coraje para interrumpir su diálogo cósmico.

Regresé a casa con el tren de la tarde.

 

 

12.

Vinimos con serruchos y palas y herramientas varias, cantando hacia el barrio, imberbes sí, aunque no estúpidos. Cantando a desalambrar a desalambrar.

Vinimos hacia el barrio donde nos esperarían desde temprano para levantar paredes y clavar tiranterías y cavar zanjas para cimientos y arrinconar una que otra gurisa setentosa. Y los compañeros se llamaban Miguelito, el Fioro, el Patita, la Tuna, el Pino, y el cura que se llamaba Andrés o José.

El sol del septiembre nos oreaba las espaldas. Pero al anochecer ya humeaban los guisitos de la Trini, ya encendían las fogaratas preparando las guitarreadas, hasta que el Chino Cabrera empezaba a joder con Patricio Lumumba y porfiaba en  enseñarnos la historia de Africa.

Hasta que las estrellas se fueran poniendo como de hielo.

 

 

13.

Hay movimiento de bichos de tormenta en el aire y ellos hablan. En la noche de diciembre hay insectos que se estrellan contra las luces. Es la noche de diciembre 10, 1983. Y ellos hablan, quedamente. La cerveza se calienta.

Lento cigarrillo armado lento. Manchas de cerveza en la mesa de chapa, en la vereda del bar, en la calle que muere en el puerto. El aire huele a fábrica, agua servida, pescado muerto, y contamina desde el arroyo Manzores.

Cada vez más despacio, ellos hablan. El silencio les va ganando la voz, los recuerdos, los muertos. Cada vez más lentamente los insectos siguen yendo hacia la luz de la bocacalle.

Hablan de tanto en tanto, suavemente, como para no herir la madrugada. El verano es un cascarudo estrellándose contra la luz. Inundada de silencio la cerveza ha terminado de calentarse.

Lento cigarrillo armado lento. Y los insectos que no dejan de venir.

 

 

14.

Puedo comprender la distancia que hay entre un extremo y otro de la Galaxia. La increíble cantidad de vidas que necesitaría para viajar entre ambos lugares, mientras nacen y mueren las estrellas. Mientras el viento de los soles deambula sin redención por el firmamento oblicuo. Puedo sentirlo.

Pero no puedo ni siquiera imaginar la distancia que hay entre mis ojos y la sombra del filodendro, cuando la ciudad se aquieta, los contornos de las cosas han sido diluídos por la claridad de la luna,

y los grillos se invitan a renovar la vida, infinitamente lejos infinitamente cerca uno del otro, pero ocupando todo el espacio de la mirada.

 

 

15.

Una motocicleta da vueltas cerca del límite. Las tablas del cilindro se sacuden. Desde arriba miramos hacia adentro. Adentro es un gran cilindro de tablas. El piloto regula la Norton 500 diez metros más abajo.

Las contracciones del cilindro aumentan. Las estrellas de Orión caen a pique por la boca del tubo y en su interior naufragan mientras la motocicleta comienza a girar nuevamente muy cerca del borde.

 


16.

Todo el oro en sus trenzas. Monedas engarzadas contra una piel de olivos y una lengua que sonaba a trabalenguas invitando a la Fortuna.

En la carpa, un martillo de calderero daba formas al metal contra una bigornia de orfebre. La voz de la anciana transmitía la historia de las alfombras y los caballos y los carromatos con abalorios para la gringada de las colonias.

Jamás olvidaré el mediodía en que unos ojos de esmeraldas o malaquitas de Oriente deshilvanaron una filigrana de líneas en las manitos rosadas donde nacían sextantes, papeles, fragatas intergalácticas, mareas de estasis, tifones de las estrellas, cometas y hasta la Estrella de los Reyes Magos.

Y el encantamiento quedaría en el aire hasta mucho después que las flores y las Aves del Paraíso de las polleras increíbles se marcharan revoloteando por el aire de noviembre.

 


17.

Te voy a encontrar en la Gran Noche del Lobo Libertad, mesas de lata y entradas populares. Será cuando vuelvas de la pensión, vaqueritos abombillados, desafiante minifalda.

Te encontraré y me hablarás de Lacan con Particulares 30, y cuando la tormenta se arme al Sur, como siempre, y al abrigo de los grandes árboles, veré el resplandor de los autos en tus ojos, ya sin Freud ya huyendo casi bajo los últimos apurados acordes de la Gran Noche de Gasparín y su conjunto.

 


18.

El olor a tierra recién llovida penetra las esterillas de junco. Un chico dormita en el suelo. Sostiene una caracola rosada contra su oído izquierdo.

La lluvia refresca la siesta. El viento adormece su cabello. El viento penetra a través de la esterilla y trae un sueño con aleteos de atunes y peces espada, con aleteos de barracudas y de mantarrayas. El viento penetra al molusco y deja en su oído una voz de delfines, un llamado de ballenas francas, un encantamiento de sirenas.

El oleaje del viento navega en la penumbra mientras la lluvia llena de olores la tierra.

 


19.

Estuve junto a Ringo aquella siesta en que una moneda de plata lo salvara de una muerte segura y también caminé por la tabla rumbo a los tiburones aquel domingo en que se me amotinara la tripulación del "Berenice", un clipper de ligeros perfiles, en cuyas troneras cantaba la heráldica de los cañones.

Y demoré como mil años en volver a casa, entretenido en silbar una melodía del far-west, una vieja canción de piratas, y recién comprendo que la heroína de la selecta no estaba en la pantalla, sino en la butaca de al lado, hablándome con una lengua más dulce que tanto amor de fantasía.

 


20.

Había tantas cosas que hacer, tanto que hablar. Trepaba al tren entre borracheras de conscriptos y empleadas que volvían a la ciudad. Y no dormía, sino que llegaba, así nomás, hasta una estación donde lo esperarían un amor a la griega y todo el deseo bajo los pulóveres.

Y no dormía, sino que el tren navegaba entre colinas y luego en un ferry entre camalotales. El amanecer era todo camalotes, de costa a costa. El ferry iría despacio entre el zargazo y las garzas volarían muy bajo en los bancos de niebla.

Pero supo tener un amor en Buenos Aires. Supo cruzar el río al amanecer en un ferry fantástico a la hora en que el chamamé le hacía una bailanta a los camalotes.

Y el amor, que era griega, tenía en los ojos toda la claridad del Egeo y un pulóver rojo donde su estómago se contraía, con feliz estremecimiento, cuando otras manos se introducían desde abajo.

 


21.

Respiró con placer el jazmín del país. Las lagartijas huían hacia la protección de unas grietas en el muro. El jazmín proyectaba la única sombra fresca del patio. Las flores marchitas bajan lentamente como hélices tímidas de barcos aéreos.

A Felipe el sudor le brota como esferas de mares diminutos. Cae desde su cabeza cósmica y se estrella contra el mosaico, mucho más tarde, con la fuerza de pálidos minúsculos ciclones. Millones de latidos demoran en caer las gotitas, estirándose verdeazuladas, comprimiéndose en un extremo, pariendo en su interior faunas tropicales, seres mitológicos, duendes serviciales, pueblos de olvidadas genealogías. Las gotitas de sudor siguen cayendo mientras Felipe Ceballos nos lee.

En la explosión del chivato, sólo existen las chicharras.

 

 

22.

También he visto los grandes árboles nacer desde el agua, una cabellera de ondinas deslizándose entre helechos. Y los cerros que diluían un camino hacia las nubes,

cuando el duende le hablaba al corazón de los cohihues, en un lugar que llamaron Hua-Hum, es decir Agujero en el Cielo, y diseñaba la geometría de las hojas y los troncos, el rumor de las cortezas donde el aliento del musgo tendría el color de los sueños y también el color del agua,

porque el bosque está en las pupilas y en el olfato, y viene del gran silencio cuando un sendero con raulíes avanzara hasta el lugar donde el mundo está en el mundo. Como una cascarita de arrayán que demorara miles de años en caer hasta el agua,

y en perspectiva y sobre el lago, un pájaro extraño que canta, tibiamente, para nosotros, sólo una vez en la vida.

 

 

23.

Los dos amigos caminaban las arboledas en otoño y aunque el silencio los envolviera podían reír con facilidad. Podían decir eso no sirve, esto es importante, aquello me gusta, sin tener prejuicios, sin temer al ridículo.

Una tarde volvieron a los viejos patios de una escuela. Y recordaron el color de los mosaicos, las barandas de las escaleras, la araucaria sola, el alféizar de las ventanas donde entonces vieron las palomas.

Una garza vuela hacia el frío. Las camperas abrigan como entonces. Hace tiempo que los plátanos se están muriendo.

 

 

24.

Al pie de una colina, cerca del fuego en la Tierra de los Fuegos, una mano se abre al rocío. Cada gota es una estrella en apogeo y viajando hacia las pupilas.

Cada estrella, otros mundos y otras colinas, y otras manos abiertas por donde miramos el rocío.

 

 

25.

No podrás comprimirla en tu mano a esa arena, es como un fino oro que cae de tus dedos. Tan sólo ayer, hace algunos miles de años, aquí cantó el mirlo. Y luego lo vimos volar hacia el pasado, haciéndose transparente con el atardecer.

Ahora miras el arroyo, que ya no trae preciosos metales. Y peces, que son otros, remontan sin embargo la misma corriente. Miras como quien comprende, aunque no con palabras, y recuerdas que una vez fuiste, que alguna vez parpadeó una llama, el aire fue sustancia delicada, el sabor de unos labios en las pendientes de una playa que tenía pendientes.

Miras la superficie de las cosas, la gran trama de lo incomprensible, donde descubres, sin embargo, que todavía arden las estrellas.

 

 

26.

¿Has intentado sentir el peso de un solo grano de arena?

¿Has intentado ver el regreso de un pétalo hasta una no todavía marchitada flor?

¿Has probado alguna vez el sabor de una sola gota de agua?

 


27.

¿Recordás la serenidad de estos árboles, la brisa que descansaba entre sus hojas, el sol de una suavidad oblicua que nos llenaba los ojos y las fosas nasales? Hoy retoñó el limonero. La luna parecía más joven al atardecer. Como aquella mañana, los pájaros estuvieron laboriosos.

Pero la ciudad nos robó la voz hacia la medianoche. Y fuimos jóvenes y fuimos viejos.

 


28.

Pero no oirán más cómo brilla y se agita el fuego. Y muy pocos olerán el mar, mezclando sus corazones con la música del cielo. Será un cielo pobre el de estas gentes. Sabrán que sobre ellos pasan los satélites. No podrán ignorarlo. Nacerán desde algún día y estarán muriendo siempre.

Algunos, tal vez, recordarán en sueños fulgurantes cosas que no podrán explicar. Y tendrán miedo hasta de los olores.

 

¿A dónde se fueron esos sonidos? ¿A dónde, tibias colinas? ¿Recordás la costa, y los sauces combados en la niebla?

 


29.

He visto en los trenes las caras inexactas; y en los andenes las ráfagas de viento y lluvia agitando desperdicios.

He visto detrás de las ventanillas los rostros sin despedidas y sin abrazos, niños ancianos ya que dormitaban con los ojos abiertos.

 


30.

Joven, vestida con un tapado del que cuelgan hilachas grises, mira su rostro de niebla en el espejo. Detrás de ella, otro espejo recoge apenas espejismo.

Y escribe con el índice izquierdo una palabra, un nombre, que el vapor de su aliento va disolviendo con tímida palidez, mientras su propio espejo y cada vez menos, menos, deja de reflejar el otro espejo, muda superficie que ya no la recuerda.

 


31.

Al final de aquel día, hay una ventana y una cortina que se descorre con una mano.

En la abandonada calle, un animalito corría escapando de nadie. El polvo seguiría acumulándose en las cosas, en las inútiles cosas.

 

32.

Una mujer y una criatura contemplan desde la ventana.

Afuera, los aguarda la intemperie.

 

33.

Veo paredes, veo siluetas adentro. Una mesa puesta para la cena. Unos cuadernos con lecturas. Una cara de mujer que mira una cara de hombre que mira al vacío.

 

Más allá de las paredes ocurre lo mismo que aquí, salvo el viento.

 

34.

Ella está inmóvil en la cama. Ella tiene la blusa desprendida, el gesto pacífico. El día transcurre como los anteriores, cambiando lentamente los colores de la habitación.

Ella no verá más esos colores.

 

 

33.

Abría los ojos y mientras abría los ojos el liquidámbar que plantaría ayer crecía.

Habitado por pájaros migratorios como una imagen descascarándose, ya otoñal, ya sucio de humo y ruidos de la calle, mientras abría los ojos, descubría que anciano ya, el árbol se moría.

 


34.

Desapareceré. Breve silueta fotografiada sobre un puente de antigua goleta. Breve silueta bajo un cielo de oscuras mareas, desapareceré.

Lentísima imagen velándose ya bajo la mirada luz que no iluminarán estos ojos.

Sólo un navegar de carey bajo delgada ola recordarás de mí en los días del futuro. Sólo una tibia voz invocándote cuando venga la luna a tus noches de jardines con espumillas. Un sonido de mar océano dentro de lejana caracola y lentísimo paisaje, que no tendrá el color de mis ojos.

 

 

36.

Siento nostalgia del futuro, dice. Porque sabremos de la mañana cuando aúllen los últimos perros. Sabremos del cielo y los cometas cuando acodados en el alféizar de la ciudad miremos hacia adentro muy adentro de la estepa.

Entonces, un zumbido de aeronaves nos dejará otra vez, anclados en puertos de pescadores, una noche en que los lobos de mar vuelvan al muelle, como esperando el fin del viento.

 

 

37.

El sitio tenía dos casuarinas, de ésas que gimen en los inviernos, gemelas, al frente, en la tierra que nunca habitaríamos aunque entonces sí lo creímos, que abriendo paralelos cimientos y levantando mamposterías porque así se sostendría mejor la casa, porque al norte debían quedar los pies de la cama y el gran balcón del dormitorio hacia el rocío de septiembre cuando la niebla se fuera entre pajonales amarillentos, hacia el encuentro con los grandes árboles.

Sí, un ladrillo sobre otro ladrillo.

Y las escaleras de tibia madera, y afuera de las ventanas los fresnos crecerían sin podas ni furiosas calles, crecerían frente a la veranda con sus hamacas y sus grillos.

 

 

38.

Y sin embargo,

de tanto cielo

solamente poseo

una vara de aromito.

 

 

39.

Pescado frito, humo de locomotoras:

la luna ha salido entre los fierros del muelle,

justo cuando el invierno declinaba.

 

 

40.

Las golondrinas siempre

estuvieron. Es sólo el plátano

que volvió a la primavera.

 

 

41.

El sol se duerme en la costa:

lluvia de verano

bajo el ceibo en flor.

 

 

42.

Y dejo que el sonido vaya hasta el final. Dejo que el cuerpo de la guitarra de metal acústico rompa su último acorde.

Mañana será el día en que los caminos se abran como ramas independientes, el asfalto de las rutas será una cinta psicodélica levantando vuelo desde colinas y mesetas y los Andes al final de todo, o el Atlántico como principio de todo, partiendo desde una bahía olorosa una gran motocicleta con un puñado de sueños en las alforjas.


(Una canción para el verano, fragmentos 1995-2010). Foto: Cometa McNaught sobre el Arroyo Urquiza, Entre Ríos, Verano 2007. Cámara Zenith, objetivo normal, exposición 20", película Kodak 200 Asa. Autor juan meneguín.