viernes, 18 de junio de 2010

Alegraos y regocijáos!



Yo tuve un tío, hermano de mi madre y mayor que ella, que siempre cuando llegaba —generalmente con tal don de la oportunidad pues lo hacía en medio de un gran caos de enojos y discusiones—, anunciaba con voz tonante: Alegráos y regocijáos!

Inmediatamente todas las voces destempladas cambiaban de modulación, las miradas de láser lo apuntaban como fusileros SWAT y acto seguido pasaba a ser el centro anticiclónico de las furias que quedaban por descargar. Los platos volvían solos a la alacena, los tenedores se enderezaban, los libros repetían las lecciones que no aprendíamos y el perro desaparecía de tal modo que había que buscarlo hasta arriba del techo. 

Mi tío, que se llamaba Jorge pero le decíamos Pipo, era de alguna forma el modelo incompleto del tío que todos quisimos tener cuando chicos. Hablaba de lo que en casa no se hablaba, consentía los hobbies infantiles, siempre andaba atrás de algún invento estrafalario o reparando el dínamo de la Royald Enfield 500 que tenía de 0Km. Y salir a dar una vuelta en esa máquina modelo 1949 era la invitación más fantástica que podríamos recibir, aunque al regreso, una pistola fazer nos estaba esperando desde la esquina, bien afinado, para perforarnos hasta el alma.

Hombre piadoso y fervoroso que tuvo 9 hijos, les enseño a varios de ellos al arte del código morse, porque decía que algún día podrían trabajar en el correo o el ferrocarril. Cada uno tenía un manipulador chiquito, "made in casa" y él uno lateral que había comprado segunda mano. Entrar al medio día a su comedor era hacerlo a una fiesta de alborotos de tenedores contra vasos y cuchillos contra jarras, que más parecía una jam session que un diálogo infernal de cristales sacudidos por el estropicio de los punto-barra punto punto barra barra, tira dira tirá dirá. Eran los almuerzos de los códigos distintos donde nadie absolutamente nadie te llevaba el apunte, los ojos perdidos en la pared mientras sucedía el zafarrancho morsístico y las sopas seguían enfriándose en los platos.

Pipo era el fiel representante de esa clase de hombres que ya no existen. Formado a los ponchazos, con apenas la escuela primaria hecha, intentó vivir de un taller de armado de bicicletas, intentó vivir de un taller de armado de radios, y terminó de obrero electricista en un frigorífico hasta una madrugada en que la Enfield no pudo luchar más contra el arenal del camino y lo sacó afuera. Cayeron ambos y Pipo ya no pudo levantarse hasta que salió el sol y lo encontraron enredados en los cables y casi congelado en las escarchas del pasto, con la moto encima, tal vez todavía con los aceites calientes del motor.

Se refugió entonces en su taller, el QTH, de donde salía a veces para anunciar: "anoche salvé un mickey mouse en el Indico", o "la encontramos a Shila, perdida en Bangkok, los padres la van a buscar desde Darwin, Australia". No sé qué recuerdo guardo de estos anuncios, si credulidad o fantasia o diversión o qué. Pero yo entraba silenciosamente y siempre lo encontraba claveteando una postal de China o Kuala Lumpur, Viena u Oslo, Michigan o Honolulú, y entonces era como si cayera en las selvas de Sandokán o me fuera otra vez a las 20.000 leguas de Julio Verne, mientras las radiofrecuencias se ponían radiantes, las válvulas alcanzaban una temperatura de punto caramelo, los capacitores estaban gordos de electrovoltios, y por los parlantes salía un concierto de música electroacústica que sonaba mejor que los violines de Zagreb: "Aquí Radio Moscú internacional transmitiendo en la banda de 49 metros" o los primeros tonos de las campanas del Big Beng traían cierta tranquilidad ideológica y una voz de teatro anticipaba "good night, ist the British Broadcasting Corporation". Y Pipo entonces manejaba los controles del Hallicrafters y el receptor Telefunken buscando el código Q que alertara de un C3 Dakota en picada, un meremoto en Valdivia, o la reaparición de un viejo amigo perdido hace años en el infinito de las hertzianas.

Hasta la madrugada en que la Royald Enfield no pudo más, y ella y él se fueron a las arenas de la banquina. Y como una pareja fiel, comenzaron la lenta e inexorable declinación, y ya no hubo tanto morse ni barcos fantasmas reencontrados ni misterios en las islas Aleutianas. Y todos nos fuimos quedando como más silenciosos, más creciendo en la edad, y más estúpidos.

Y ya no pudimos volver a regocijarnos, ni alegrarnos. Esta tarde en que llueve tanto otra vez, un destello como de fuegos de San Telmo pone luz en una lejana antena de radio. Y me acuerdo. 06/03/2007




1 comentario:

  1. Hola Juan, muy lindo lo que escribiste en tu perfil.
    Un beso enorme,

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