sábado, 24 de enero de 2015

Dos amigos


                                                                in memoriam Carlos Bartorila







Hubieran querido ser Jack Kerouak y Neal Cassady. Hubieran querido formar una banda de rock sinfónico o psicodélico. Hubieran querido trepar a un tren de carga para recorrer el país que amaban, y luego a un barco repleto de turistas alemanas o dinamarquesas y llegar a un puerto de Holanda, donde el ácido sería inocente. Hubieran querido vivir otra época, donde los poetas y los cantores eran buscadores de la luz, pero les tocó vivir su juventud en una época jodida, entre dictaduras y guerras que fueron y no fueron.

Hubieran querido ser muchas cosas, pero fueron ellos mismos. Se conocieron una tarde de gris patagonia; uno leía En el camino y el otro leía El retorno de los brujos. El desaliño vestía a uno; la informalidad hipicienta, aunque moderada, al otro. Fueron compañeros de muchas aventuras y complicidades. Resistían al despotismo y la crueldad de los instructores de infantería de marina escribiendo poemas desaforados y cartas desesperadas a novias lejanas que pronto los olvidarían en el colmo del delirio bélico. A veces, escuchaban rock o música clásica en los atardeceres, cuando el sol de la Patagonia demora horas en irse. Un paquete de Particulares 30 y una radio ingresada de contrabando en la base naval. Muchas otras veces con la cantimplora llena de ginebra o jerez robado del casino de oficiales. Entonces era una fiesta el atardecer, escondidos en casamatas derruídas o en baños deshabitados por la hora.

Eran apocalípticos por naturaleza. Soñaban con tener una cabaña en las colinas de Ushuaia, cerca del Cerro Martial, para «cuando explote el mundo» y debamos volver a una vida más pastoril, sencilla, durísima vida en los bosques pero sabiendo que afuera no había nada que valiera la pena. Se habían leído a Thoreau de arriba abajo, de principio a fin, hasta que un día perdieron el libro y no les importó en lo más mínimo. Hacían un fuego de lengas en esas colinas y pasaban la noche contando historias de chicas hippies y de festivales de rock en La Falda, y hablaban de la poesía china, del Kundalini Yoga, del poder de la ayahuasca, mientras calzaban quince tiros por cargador en fusiles que jamás podrían disparar y los zumbos (suboficiales) volvían a descargar toda su furia y resentimiento contra pibes que apenas habían salido de la secundaria, y que no conocían otro himno o canción que no fuera las de Vivencia y Sui Generis.

Fueron incipientes libertarios sin saberlo (hoy les cuadraría el término «antisistema»). Devueltos a la vida civil, cada uno regresó a su provincia y a su familia, para empezar a vivir no se sabe muy bien qué. Uno perdió el barco repleto de turistas nórdicas, el otro la banda donde iba a tocar el bajo, pero se encontraron varias veces para «hacer el camino».

Un día compraron un Renault 12 flojito de motor, de chapa, de papeles pero sin pensarlo dos veces tomaron la ruta 3 hacia Ushuaia cuando la ruta del Atlántico no era todo asfalto como hoy. Fue en agosto del 82, con el deshielo de todo agosto y de Malvinas. Encendieron el motor en Entre Ríos y no lo apagaron hasta Tierra del Fuego. Colocaban cartones en el piso para que el agua y barro no les congelara los pies mientras iban leyendo a grito pelado los poemas de Allen Ginsberg y el mate con ginebra pasaba de mano en mano y los cigarrillos eran franceses y se llamaban Gitannes. Por las noches se turnaban para manejar y dormir. Cruzaron por pueblos desiertos a la madrugada, sin combustible en las estaciones de servicio, sin bares de paso, sin nada caliente que tomar. Fueron por rutas con guanacos y matorrales que las atravesaban de orilla a orilla, por caminos donde, decían, habían andado los templarios en busca de una ciudad de oro, por hoteles donde solía dormir Robert LeRoy Parker y su banda, que el mundo conoció como Buch Cassydi. Una tarde vieron las ballenas del golfo y las orcas que atropellaban las colonias de lobos de mar en las playas de la Península y sintieron un terror pánico que las cosas del mundo siguieran siendo y ellos no pudieran conocerlas. Pero llegaron a Río Gallegos en la alta noche del Sur y el único lugar abrigado y la única compañía cálida fue un bar de putas, «una wisquería» como decían allá. Había una estufa salamandra en el medio de la estancia, una ventana completamente escarchada, tres mujeres de la vida que les prepararon un café con leche, muy dulce y caliente con unas tortas fritas. Y se sentaron a su mesa para, simplemente, conversar con esos dos forasteros, hasta que un resplandor en la ventana anunciaba las primeras luces del día. Sin embargo, siguieron y siguieron por la R3; cruzaron el estrecho para volver a ver las grandes playas y los grandes bajíos de Río Grande, la nieve del Paso Garibaldi, la cumbre del Cerro Olivia, las luces tímidas de la ciudad cuya bahía mira al Oriente, nuestra finis terrae, Ushuaia.

Semanas más tarde despidieron con un silencioso abrazo y jamás volvieron a encontrarse.

Uno volvió a su Entre Ríos; el otro a su Córdoba post dictadura para trabajar en una tienda algunos años y juntar la plata necesaria que lo llevara a Nueva York, donde muchas veces lo imaginé caminando el East Village, se habrá parado a ver si encontraba a un perdido Leonard Cohen saliendo del Chelsea Hotel o revolver disquerías raras y toparse con alguna novia medio hipicienta. Uno se fue a la New Yok City que quiso conocer durante años. Pero allí contrajo neumonía y murió queriendo volver, a la altura de México DF. El otro quedó en su provincia y ahora empieza a envejecer y no sabe muy bien por qué, ni entiende qué le pasa, ni por qué los recuerdos son como son.