lunes, 5 de octubre de 2015

Retrato de Opel Olympia '59 con madre con poeta



Verano de 1981. Un auto casi destartalado cruza la Patagonia. Un auto casi celeste, casi espíritu del camino, tapadas sus oxidaciones con pintura antióxido rojo y a pincel, con los guardabarros cortados, los extremos de dirección atados con zunchos de caucho y alambre de fardo, con doble batería de 6 volts, doble auxilio (uno sobre el techo), con reservas de combustible y agua potable, pero eso sí, con una excelente radio Telefunken a válvulas para escuchar al menos algo más que el tedio del zumbido del viento en sus carrocerías milagrosas.

Un auto que no pasaba más de 80km /h, que nos hizo comprender el significado de la soledad, durante como doce horas por la R21, Travesía del Desierto, con momias de guanacos en las alambradas y las líneas blancas del camino que se unían allá al horizonte, donde las paralelas se juntan.

Un auto que para encenderlo era necesario una moneda de níquel para contactar sus contactos ya gastados y para cerrar bien sus puertas de cupé fue necesario contratar el servicio de dos robustos pasadores de portón, porque al doblar una esquina una u otra puerta se abría según el sentido del giro. No era por seguridad, pues ¿quién iba a robar semejante carro habitado por libros de poemas, papeles con escrituras, apuntes de latín, alguna petaca vacía, sinestesias y metáforas de la madrugada?

Un auto en cuyo baúl uno podría dormir la siesta pero que siempre estaba atestado de repuestos viejos, filtros con aceite usado, latas con bulones y tuercas y rollitos de alambre, y parrilla para el asado ocasional o neumáticos con las telas al aire. Transporte de metalurgias de mi padre durante el día y de Cantos apocalípticos durante la noche.

Era un vehículo fantástico que padre estacionaba en exacto lugar pero al día siguiente amanecía algunos metros más abajo o más arriba y en ese lapso había recorrido desde una guitarreada hasta una lectura de poesía cuando entonces los amigos se discutían los poemas a las puteadas y en medio había visitado alguna novia de trasnoche. Un momento parado estacionado frente al río con la Telefunken sonando algún programa de radio como Modart en la noche y en otro momento aparecía a km de distancia en lugares más o menos innombrables o que prefiero no recordar. Pero en las tardes de lluvia era habitado por un aprendiz de poeta que lo usaba de escritorio o salón de lectura, acostado en el asiento trasero, escondido de los requerimientos familiares.

Sonido inconfundible de su motorcito 1500 tiqui tiqui tiqui que escuchaba a lo lejos y sabíamos que padre estaba volviendo del trabajo, y según cómo venía regulando ese sábado habría excursión de pesca o no, habría excursión hacia algún arroyito sombreado o hasta Salto Grande con sus corrrederas y cascadas entre los grandes basaltos. Pobre mi viejo! Su auto fue el medio de aprendizaje de conducción de mi hermano, y después el móvil clandestino de un poeta incipiente, mientras sus reparaciones, remiendos, recambios iban sucediéndose con métrica cadencia. Siempre con el capot levantado y el torso de mi padre sumergido en el motor, reparando quién sabé qué misterio descompuesto de sus mecánicas y cuyos repuestos era poco menos que imposible conseguir.

En su interior mágico habré leído el Aullido de Alen Ginsberg tanto como los poemas breves de Juan Ramón y desde El retorno de los brujos a Las enseñanzas de Don Juan; habré olvidado algún pullover o algún atado de Parisiennes y alguna foto sola de una novia breve. Sus ruedas pisaron inolvidables caminos, desde una Ruta 14 legendaria en  su eterno ripio hasta el asfalto infinito de la R21 en La Pampa. Siempre con su cansino y ochentoso andar, hasta que una madrugada de no hace tanto salí a comprar cigarrillos y caminando en la niebla sentí un motorcito regulando y vislumbré unas luces bajas y débiles. Busqué en las esquinas con el corazón sorprendido hasta que vi o creí ver un auto fantasma de dos puertas casi celeste, que doblaba serenamente, como jalado por el alma de las grandes  máquinas. No sé siquiera si no fue un sueño, de esos que uno sueña despierto, pero sí sé que el coche dobló la esquina y se perdió en la niebla. Nunca más supe de él.