lunes, 5 de octubre de 2015

Retrato de Opel Olympia '59 con madre con poeta



Verano de 1981. Un auto casi destartalado cruza la Patagonia. Un auto casi celeste, casi espíritu del camino, tapadas sus oxidaciones con pintura antióxido rojo y a pincel, con los guardabarros cortados, los extremos de dirección atados con zunchos de caucho y alambre de fardo, con doble batería de 6 volts, doble auxilio (uno sobre el techo), con reservas de combustible y agua potable, pero eso sí, con una excelente radio Telefunken a válvulas para escuchar al menos algo más que el tedio del zumbido del viento en sus carrocerías milagrosas.

Un auto que no pasaba más de 80km /h, que nos hizo comprender el significado de la soledad, durante como doce horas por la R21, Travesía del Desierto, con momias de guanacos en las alambradas y las líneas blancas del camino que se unían allá al horizonte, donde las paralelas se juntan.

Un auto que para encenderlo era necesario una moneda de níquel para contactar sus contactos ya gastados y para cerrar bien sus puertas de cupé fue necesario contratar el servicio de dos robustos pasadores de portón, porque al doblar una esquina una u otra puerta se abría según el sentido del giro. No era por seguridad, pues ¿quién iba a robar semejante carro habitado por libros de poemas, papeles con escrituras, apuntes de latín, alguna petaca vacía, sinestesias y metáforas de la madrugada?

Un auto en cuyo baúl uno podría dormir la siesta pero que siempre estaba atestado de repuestos viejos, filtros con aceite usado, latas con bulones y tuercas y rollitos de alambre, y parrilla para el asado ocasional o neumáticos con las telas al aire. Transporte de metalurgias de mi padre durante el día y de Cantos apocalípticos durante la noche.

Era un vehículo fantástico que padre estacionaba en exacto lugar pero al día siguiente amanecía algunos metros más abajo o más arriba y en ese lapso había recorrido desde una guitarreada hasta una lectura de poesía cuando entonces los amigos se discutían los poemas a las puteadas y en medio había visitado alguna novia de trasnoche. Un momento parado estacionado frente al río con la Telefunken sonando algún programa de radio como Modart en la noche y en otro momento aparecía a km de distancia en lugares más o menos innombrables o que prefiero no recordar. Pero en las tardes de lluvia era habitado por un aprendiz de poeta que lo usaba de escritorio o salón de lectura, acostado en el asiento trasero, escondido de los requerimientos familiares.

Sonido inconfundible de su motorcito 1500 tiqui tiqui tiqui que escuchaba a lo lejos y sabíamos que padre estaba volviendo del trabajo, y según cómo venía regulando ese sábado habría excursión de pesca o no, habría excursión hacia algún arroyito sombreado o hasta Salto Grande con sus corrrederas y cascadas entre los grandes basaltos. Pobre mi viejo! Su auto fue el medio de aprendizaje de conducción de mi hermano, y después el móvil clandestino de un poeta incipiente, mientras sus reparaciones, remiendos, recambios iban sucediéndose con métrica cadencia. Siempre con el capot levantado y el torso de mi padre sumergido en el motor, reparando quién sabé qué misterio descompuesto de sus mecánicas y cuyos repuestos era poco menos que imposible conseguir.

En su interior mágico habré leído el Aullido de Alen Ginsberg tanto como los poemas breves de Juan Ramón y desde El retorno de los brujos a Las enseñanzas de Don Juan; habré olvidado algún pullover o algún atado de Parisiennes y alguna foto sola de una novia breve. Sus ruedas pisaron inolvidables caminos, desde una Ruta 14 legendaria en  su eterno ripio hasta el asfalto infinito de la R21 en La Pampa. Siempre con su cansino y ochentoso andar, hasta que una madrugada de no hace tanto salí a comprar cigarrillos y caminando en la niebla sentí un motorcito regulando y vislumbré unas luces bajas y débiles. Busqué en las esquinas con el corazón sorprendido hasta que vi o creí ver un auto fantasma de dos puertas casi celeste, que doblaba serenamente, como jalado por el alma de las grandes  máquinas. No sé siquiera si no fue un sueño, de esos que uno sueña despierto, pero sí sé que el coche dobló la esquina y se perdió en la niebla. Nunca más supe de él.



domingo, 27 de septiembre de 2015

The guardian bell


para Guille Martínez, que me refirió esta hermosa historia



Nadie recuerda el nombre del protagonista de esta leyenda, ni tampoco de los otros dos motoqueros que lo asistieron. Como  muchas leyendas, su origen se pierde en el polvo de los caminos, vive en un tiempo fuera del tiempo y a veces cambia de paisaje pero siempre es una ruta solitaria y un viajero solitario que va hablando consigo mismo, o con su moto.

Cuentan los memoriosos que una noche de diciembre (en el hemisferio norte es invierno) iba un viejo motociclista yanqui desde Mexico a su pueblo tras la frontera, cargando en las alforjas muchos juguetes y chucherías que había ido a comprar para los niños pobres de su barrio. Iba pensando en éstas y otras cosas propias del momento, del claro de luna, del frío que sentía con el viento en su cara cuando, en una curva, es despistado por un grupo de fantasmales figuras que estaban allí esperando algún viajero distraído para llevárselo al otro mundo. Los yanquis usan la palabra gremlins pero me parece una palabra propia de películas bizarras, prefiero decir «demonios» o «sabandijas del otro mundo» o «espíritus malignos», aunque bien sabemos que la palabra anglosajona es vieja y representa en esa cultura a una criatura maldita especializada en sabotear las máquinas viajeras... lo cierto --si podemos usar tal expresión ante una leyenda-- es que un grupo bastante numeroso de tales engendros hacen caer a nuestro personaje y tumbar la motocicleta, por cierto también, siempre se trata no de cualquier moto, sino de una chopper, la reina de las grandes rutas y las grandes y solitarias distancias.

Allí, malherido y tendido en el asfalto, el motoquero comienza a arrojar lo que traía en una de las alforjas, que se había abierto durante la caída, para espantar a los perversos seres, sin éxito en la defensa hasta que encuentra un par de campanas entre las tantas baratijas que había comprado y, desesperado, las empieza a agitar. Es muy antiguo el sentido de hacer sonar  campanas y está ligado a la angelología, su sonido prístino espanta a los demonios al tiempo que es un llamador para que otros ángeles vengan al auxilio, al socorro o a la asistencia de quien las tañe.

En efecto, no lejos de allí, ante un fogón estaban acampando otros dos motoqueros, solitarios viajeros que los había sorprendido la noche en medio de la nada, cuando escuchan las campanas, sonando claramente en el silencio de la luna llena, y deciden investigar de qué se trata. Montan sus máquinas y buscan el tañido desesperado hasta que al doblar una curva encuentran al hombre tirado y los demonios sobre él, al punto de robarle su espíritu.

Lo que sigue es muy sabido, pero hay que darle un fin a la historia: el herido es socorrido y en agradecimiento corta unas tiras de cuerdo de su alforja y les hace un lazo a cada una para regalársela a los dos salvadores, en muestra de agradecimiento por el auxilio.

Desde entonces, de muchas motos chopper (o custom) cuelga una campanita bajo el cuadro y cerca del motor, lo más cerca posible al suelo. Se las llama, en inglés por supuesto, «The guardian bell», y representa, por otra parte, el espíritu solidario de los motoqueros, destacando también que una campana jamás se compra, se recibe de manos de otro viajero y solamente si conduce una choppera, la reina de las rutas, jamás una moto pistera.



miércoles, 23 de septiembre de 2015

(A veces es lindo que alguien se acuerde de uno. Publicado con permiso de su autor))

Aquella moto‭ (‬poética para el Motonauta‭)

 

"Aquel camino
nadie lo recorre
salvo el crepúsculo"
            Matsuo Basho


 ‭



Por Omar Lagraña




Aquella vez la moto viajera marcaba un rumbo solitario.‭ ‬El azulado brillante,‭ ‬perlado,‭ ‬se perdía lejano,‭ ‬devorando asfalto en el ocaso sereno del sol entre eucaliptos,‭ ‬mientras la brisa de Septiembre acariciaba los recuerdos como a la piel de las manos dominantes de máquina y camino.

En la moto va un viajero de bohemias trasnochadas.‭ ‬Va brillando ese motor de cilindros victoriosos.‭ ‬Va hacia la ruta,‭ ‬marcada por mojones y por alguna coloreada whiskería.

Hay cierta quietud en esa imagen de aquella moto vestida con su vestido azul que se pierde,‭ ‬se aleja llevando a aquel viajero sin prisa que por unos instantes piensa en la ruta que lo lleva,‭ ‬pero si también lo traería de regreso.‭ ‬Si volviese sería entre nuevos soles encendidos,‭ ‬en otros caminos,‭ ‬en otras retinas.

Entonces aquella moto nunca se detiene.‭ ‬No hay tal quietud.‭ ‬Viaja con el eterno viajero que lleva mochilas cargadas de historias narradas alguna vez en los caminos nómades del pasado o del futuro.

Los rayos giran inquietos,‭ ‬cortan luces y sombras.‭ ‬La máquina de dos ruedas avanza entre los sembradíos inmutables que esperan dar sus frutos.‭ ‬En la imagen hay cierta perseverancia.‭ ‬El motonauta barbado rompe el horizonte que bañado en colores,‭ ‬en historias,‭ ‬se vuelve bello y lejano.‭ ‬Y lo espera.

Ese jinete montado en esos brillos veloces marcha en silencio.‭ ‬Observa.‭ ‬Todo lo observa,‭ ‬mientras sus oídos encierran una canción de Leonard Cohen y su mente busca serendipias que empañan su visera.‭ ‬El viajero no olvida lo que encuentra.‭ ‬Lo hallado será envuelto seguramente en papel españa y siempre habrá palabras escritas en un cuaderno verde algún día‭…

Y aquella moto seguirá viajando con el eterno escriba y sus galaxias.


viernes, 13 de marzo de 2015

SDV unplugged

 






Mezcla de poeta punk y ex gentleman, de piernas flacas y zapatones de obrero metalúrgico, SDV caía bien temprano a mi tallercito de artes gráficas y cuanto más temprano fuera, más grande era su anomalía emocional, su pena de la noche anterior, su silenciosa tristeza.

Pero poseía (y seguro que aún posee) el don de la ironía, de un cierto tipo de ironía, diría, la «ironía creativa» pues jamás repetía un refrán ni una tipificación acerca de alguien, generalmente alguno de los tantos diletantes y huérfanos de una bohemia pueblerina, ese tipo de bohemia, a su vez, que quedó lastrada en otra época, improductiva, llena de proyectos jamás realizados, muy convencida de su importancia intelectual para una sociedad que no se merece siquiera el gesto de pensar en ella.

Por eso además, y sin proponérselo, lo seguía una caterva de personajes inútiles, cuando él apenas podía hacer frente a sus propios conflictos. Yo lo escuchaba y pensaba «qué carajo hacés acá Saúl». Lo veía trabajar con el CorelDraw, que había aprendido a manejarlo anoche, o el primer Photoshop que recién descubría, y yo volvía a pensar en lo mismo. Cuando recibíamos un libro para componer, tipiaba como un profesional y cada tanto se le daba por corregir la prosa original, creando divertidos conflictos con los autores, sobre todo algún que otro mal escritor, y encima medio facho, que desconfiaba de «ese señor que parece un subversivo».

Porteño transterrado, había andado por el mundo haciendo varias macanas. Había formado parte de la banda de culto Los Pillos, sobre la cual pocas veces hablaba, antes de llegar a Concordia para laburar en lo que fuera, siempre que no fueran proyectos fantásticos que estarían destinados al rotundo fracaso y al desastre económico. Y pienso que aquí no la pasó bien. Esta ciudad no soporta personas idealistas y menos si son creativas.



https://soundcloud.com/saul-diaz-de-vivar/blusete


Siempre que terminábamos de sufrir algún plomo de esa cuasi bohemia, decíamos que teníamos que irnos por ahí a recorrer el mundo en una Kombi, en un Citroen 3CV, en una motito de baja cilindrada. Era un tema recurrente hasta que una noche, Saúl dijo basta y se largó a San Martín de los Andes, para volver a empezar, a reconstruir el mundo y a reconstruirse.

De mis amigos, los reales, SDV conocía como pocos el verdadero rocanroll, las formaciones de las grandes bandas... y tuvo una discoteca impecable de vinilos originales que hoy valdrían una fortuna pero que él se empeño en regalar o perder en el camino (yo atesoro algunos de esos discos, que son suyos pero que guardo hasta el día que él sepa que lo los va a perder, se entiende?).

Cuando conocimos a sus padres, me llamó poderosamente la atención que su padre sabía mucho la música clásica rusa del período estalisnista. Entonces entendí que semejante finura cultural de mi amigo tenía sus causas, genéticas diría.

Ahora, tantos años ha, pongo un blues bien copado, me acuerdo de alguna foto y la subo, y pienso en mi lejano amigo Saúl Díaz de Vivar.


 Foto: con SDV en 1994.


sábado, 24 de enero de 2015

Dos amigos


                                                                in memoriam Carlos Bartorila







Hubieran querido ser Jack Kerouak y Neal Cassady. Hubieran querido formar una banda de rock sinfónico o psicodélico. Hubieran querido trepar a un tren de carga para recorrer el país que amaban, y luego a un barco repleto de turistas alemanas o dinamarquesas y llegar a un puerto de Holanda, donde el ácido sería inocente. Hubieran querido vivir otra época, donde los poetas y los cantores eran buscadores de la luz, pero les tocó vivir su juventud en una época jodida, entre dictaduras y guerras que fueron y no fueron.

Hubieran querido ser muchas cosas, pero fueron ellos mismos. Se conocieron una tarde de gris patagonia; uno leía En el camino y el otro leía El retorno de los brujos. El desaliño vestía a uno; la informalidad hipicienta, aunque moderada, al otro. Fueron compañeros de muchas aventuras y complicidades. Resistían al despotismo y la crueldad de los instructores de infantería de marina escribiendo poemas desaforados y cartas desesperadas a novias lejanas que pronto los olvidarían en el colmo del delirio bélico. A veces, escuchaban rock o música clásica en los atardeceres, cuando el sol de la Patagonia demora horas en irse. Un paquete de Particulares 30 y una radio ingresada de contrabando en la base naval. Muchas otras veces con la cantimplora llena de ginebra o jerez robado del casino de oficiales. Entonces era una fiesta el atardecer, escondidos en casamatas derruídas o en baños deshabitados por la hora.

Eran apocalípticos por naturaleza. Soñaban con tener una cabaña en las colinas de Ushuaia, cerca del Cerro Martial, para «cuando explote el mundo» y debamos volver a una vida más pastoril, sencilla, durísima vida en los bosques pero sabiendo que afuera no había nada que valiera la pena. Se habían leído a Thoreau de arriba abajo, de principio a fin, hasta que un día perdieron el libro y no les importó en lo más mínimo. Hacían un fuego de lengas en esas colinas y pasaban la noche contando historias de chicas hippies y de festivales de rock en La Falda, y hablaban de la poesía china, del Kundalini Yoga, del poder de la ayahuasca, mientras calzaban quince tiros por cargador en fusiles que jamás podrían disparar y los zumbos (suboficiales) volvían a descargar toda su furia y resentimiento contra pibes que apenas habían salido de la secundaria, y que no conocían otro himno o canción que no fuera las de Vivencia y Sui Generis.

Fueron incipientes libertarios sin saberlo (hoy les cuadraría el término «antisistema»). Devueltos a la vida civil, cada uno regresó a su provincia y a su familia, para empezar a vivir no se sabe muy bien qué. Uno perdió el barco repleto de turistas nórdicas, el otro la banda donde iba a tocar el bajo, pero se encontraron varias veces para «hacer el camino».

Un día compraron un Renault 12 flojito de motor, de chapa, de papeles pero sin pensarlo dos veces tomaron la ruta 3 hacia Ushuaia cuando la ruta del Atlántico no era todo asfalto como hoy. Fue en agosto del 82, con el deshielo de todo agosto y de Malvinas. Encendieron el motor en Entre Ríos y no lo apagaron hasta Tierra del Fuego. Colocaban cartones en el piso para que el agua y barro no les congelara los pies mientras iban leyendo a grito pelado los poemas de Allen Ginsberg y el mate con ginebra pasaba de mano en mano y los cigarrillos eran franceses y se llamaban Gitannes. Por las noches se turnaban para manejar y dormir. Cruzaron por pueblos desiertos a la madrugada, sin combustible en las estaciones de servicio, sin bares de paso, sin nada caliente que tomar. Fueron por rutas con guanacos y matorrales que las atravesaban de orilla a orilla, por caminos donde, decían, habían andado los templarios en busca de una ciudad de oro, por hoteles donde solía dormir Robert LeRoy Parker y su banda, que el mundo conoció como Buch Cassydi. Una tarde vieron las ballenas del golfo y las orcas que atropellaban las colonias de lobos de mar en las playas de la Península y sintieron un terror pánico que las cosas del mundo siguieran siendo y ellos no pudieran conocerlas. Pero llegaron a Río Gallegos en la alta noche del Sur y el único lugar abrigado y la única compañía cálida fue un bar de putas, «una wisquería» como decían allá. Había una estufa salamandra en el medio de la estancia, una ventana completamente escarchada, tres mujeres de la vida que les prepararon un café con leche, muy dulce y caliente con unas tortas fritas. Y se sentaron a su mesa para, simplemente, conversar con esos dos forasteros, hasta que un resplandor en la ventana anunciaba las primeras luces del día. Sin embargo, siguieron y siguieron por la R3; cruzaron el estrecho para volver a ver las grandes playas y los grandes bajíos de Río Grande, la nieve del Paso Garibaldi, la cumbre del Cerro Olivia, las luces tímidas de la ciudad cuya bahía mira al Oriente, nuestra finis terrae, Ushuaia.

Semanas más tarde despidieron con un silencioso abrazo y jamás volvieron a encontrarse.

Uno volvió a su Entre Ríos; el otro a su Córdoba post dictadura para trabajar en una tienda algunos años y juntar la plata necesaria que lo llevara a Nueva York, donde muchas veces lo imaginé caminando el East Village, se habrá parado a ver si encontraba a un perdido Leonard Cohen saliendo del Chelsea Hotel o revolver disquerías raras y toparse con alguna novia medio hipicienta. Uno se fue a la New Yok City que quiso conocer durante años. Pero allí contrajo neumonía y murió queriendo volver, a la altura de México DF. El otro quedó en su provincia y ahora empieza a envejecer y no sabe muy bien por qué, ni entiende qué le pasa, ni por qué los recuerdos son como son.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Flotilla de fábulas en Tacuarembó






El lugar se llama Cañada de los Peña, por donde la ruta cruza un arroyito típicamente serrano y va cayando de peña en peña para formar un tímido remanso hacia la oscuridad de los árboles, más allá de donde una mujer leía y escribía sus pensamientos de domingo, huyendo de otro domingo pleno de motos que habían tomado su pueblo, huyendo hacia el sol y el agua. El sonido de las cascadas bajaba como un mantram, entre las piedras.

Pero una flotilla de fábulas llegó a la paz de ese monasterio de sarandies, habiendo descendido una empinada cuesta en curva y traspasado más acá un puentecito angosto, y se estacionó después del último rebaje, acallando el rocanrol de sus motores. No hay apuro, se dijeron, aquí comeremos y beberemos. Tenemos todo el tiempo del mundo para retomar las curvas y las lomadas y contemplar el vasto páramo de las serrranías orientales, pues la 31 que une Salto con Tacuarembó es una típica ruta ochentosa: con muy poco mantenimiento, por momentos peligrosa por el ripio suelto en varias de sus muchas curvas, baches y pozos por doquier, muy solitaria (ninguna estación de servicio en sus 200km), apenas un par de caseríos más cerca de Salto, sólo campos, latifundios que desde la colonia aún conservan, de sus corrales de pirca, algunos centenares de metros de antigua piedra demarcatoria de una propiedad que no debería haber sido tal.

La Blue Rider en la plaza de Tacuarembó.

Bar Restaurant El Gamo.


La mirada se pierde hacia un valle, hacia una arboleda lejanísima. De cuando en cuando una tropilla de caballos, una tropa de vacunos, algunas ovejas que cruzan el camino, irrumpen la soledad, o algunos caranchos aprovechan las térmicas para trepar por sobre los cerros, sin mover siquiera una pluma, como grandes maestros del vuelo que son. De cuando en cuando se escucha el silbido de una fugaz moto pistera que pasa en una exhalación, ajena al mundo del páramo, como en una película de ciencia ficción, perdido su conductor en la burbuja del carenado, invisible, ausente, anónimo y al pasar sólo queda el sonido a turbina de las altas revoluciones, la fricción del viento, la furia sin sentido. Pero enseguida todo vuelve a la soledad, al silencio de los pájaros que planean allá arriba y a la lectura mística de Andrea, la mujer de la cascada.

Es la región de Tacuarembó.

El intrépido Coke y su máquina viviente de lejanos tiempos: la Jawa 2T, choppera.

El equipo parrillero: Beto, Marcelo y Adrián.

Cierto es que cada paisaje tiene su ritmo, su música. Las motocicletas bajan un cerro. Miro esas colinas y esos valles, aquellos derruidos corrales de pirca y no dejo de pensar en alguna milonga oriental de Washington Benavides:

Dijo el muchacho a la moza: / desde el comienzo te vi; / en el sueño, en la vigilia, / como un jazmín del país. // Perfume de la alta noche, / pequeña flor constelada, / en el patio con aljibe / y en mi corazón, guardada. // Yo me voy con Aparicio, / sé que otra divisa labran / tus manos, y llevarán / los varones de esta casa. // Yo me voy con Aparicio, / pero mírame a la cara, / que lo que voy a decirte / se dice una vez y basta. // Sólo una cosa podría / detenerme, una palabra; / di que me quede y me quedo, / jazmín del país, muchacha. // Ella lo miró a los ojos, / pero no le dijo nada, / y nada dijo después, / cuando cayó con Saravia. // Perfume de la alta noche, / pequeña flor constelada, / en el patio con aljibe / y en mi corazón, guardada. (Como un jazmín del país, Washington y Carlos Benavides, 1974)

Cañada de los Peña, un arroyito tributario del río Tacuarembó Chico. ¿Alguien le habrá dedicado una copla a este apacible lugar? No lo sé. Cuando vuelva al pueblo del Chueco Maciel le preguntaré a la poeta Circe Maia, a quien conocí en una visita fugaz en su casa. Le preguntaré a los parroquianos del bar-restaurante El Gamo, pues sin dudas por ese local habrán pasado Eduardo Larbanois, Numa Moraes, Darnachaus, el barcito de aquella esquina, conservado como los viejos y auténticos bares, cuya magia no han perdido pese al estropicio de la posmodernidad y la macdonalización, pues en sus paredes aún perviven viejas fotos del fútbol departamental, de competencias automovilísticas o ciclísticas o aquella más importante aún, de cuando Juan Jacinto López Testa cortaba la cuerda de llegada y superaba el récord olímpico de los 100 metros llanos, marcando 10,2 segundos. Era por 1947 y según me dice su hijo, el actual propietario del local, practicaba en la ruta, midiéndose en velocidad con los ómnibus que salían de Tacuarembó. Yo pienso que los micros de entonces habrían de cronometrar sus tacómetros al trote del atleta uruguayo.

La historia que se hace grande en la medida de los pueblos pequeños y sus nombres o referencias se van perdiendo en las cuerdas del tiempo. Laguna de las lavanderas, Cañada de la Matutina, Arroyo Quiebra Yugos… La patria gaucha también guarda nombres de sus músicos, poetas, cantautores que han surgido de Tacuarembó y que escuchábamos cuando chicos en los discos del sello Orfeo y en los programas folclóricos de las radios de Paysandú o Salto, vaya uno a recordar, en aquellos “gloriosos setenta”, en que la mirada volvía a sí misma y los Viglietti, Zitarrosa o Labandera, buscaban en los poetas nacionales (y vivos) aquellas poemas y canciones que luego serían recordadas por toda mi generación.


Pero ahora acelero un poco la moto, le doy más fuerza a la Blue Rider para trepar una cuesta empinadísima y me digo, con Benavides, “yo no soy de por aquí, no este pago mi pago / es otro que ya no sé / si lo hallo” mientras la caravana sigue como un sendero de hormigas tomando las curvas y las contra curvas y las recontra curvas. No habituados a tan sinuoso camino, algunos percances mínimos habríamos de padecer, pero Marcelo (YBR 250), Claudio (NX250), Sergio (Gilera 275), Rolo (Tornado), Javier (Twister 250), Beto (Virago 250) y Adrián (V-Storm) hicieron muy elegantemente el recorrido de la 31, que jamás habíamos hecho. Por su parte, Sofanor (Virago 535), Luis (V-Storm) y Fredy (Varadero), anduvieron los mismos caminos pero en diferentes momentos lo cual no quita que hayamos compartido birras y milangas por la noche. Y sólo a Néstor le permitimos la locura fugaz de hacer 250 km para estar dos horas con nosotros y volver al atardecer en su nave espacial modelo Goldwing. Y en un puentecito, esperamos a Coke y un trío de Jawas que venían fumigando de lejos. Mezcla de combustible para los 2T checoslovacos: aceite no menos del 8%! Y por el olor, parecía que habían cargado con aceite de girasol! Pero “yo no soy de por aquí, no este pago mi pago…” porque sobre estas cuchillas y estos pedregales no hay la misma luz que en mi provincia entrerriana. Acá la luz enciende lejanías y hace que las nubes desciendan hasta los valles. Acá la luz de septiembre son filamentos de iridio recorriendo las cuestas.

Y en ella yo voy improvisando en mi pensamiento, y los compañeros se ríen de mis gestos, pensando qué pensará este loco con motocicleta azul: “Voy a zumbar esta moto / en medio de las pisteras, / óyeme bien, en medio de la pisteras, / pa' ver si existe otra moto / que quiera viajar y pueda. / Verdad mi hermano, que quiera viajar y pueda. // Cuando me pongo a viajar / no pido permiso a nadie./ Cuando me ponga a viajar / no pido permiso a nadie, / que eso de pedir permiso / es cuando el hombre es cobarde. / Verdad Adrián, es cuando el hombre es cobarde”.


“Lo mejor de los motoencuentros no es otra cosa que el viaje” dijo alguien mientras se doraban los “chori” en una improvisada parrilla a la vera del arroyo entre piedras. Daban ganas de quedarse bajo aquel “Cielo, mi cielito lindo, / danza de viento y juncal, / prenda de los tupamaros / flor de la Banda Oriental…” Pero después de un rato igual tuvimos que encender los motores, calzarnos cascos y guantes y tomar el camino del regreso hacia el Poniente, mientras tarareaba: “Una por mí se moría, / yo me muero por usted, / usted se muere por otro; / qué mundo tan al revés. // Coplas con sabiduría, / que en el camino encontré, / tanta vida en cuatro versos, / pa’ mis adentros pensé”. (Washington Benavides - Eduardo Larbanois) (28-09-2010)


...y la bella soledad de los campos infinitos.


martes, 27 de julio de 2010

Wayra al Sur, I

Un dos de enero de Concordia monté la Wayra y puse el parabrisas rumbo al sur. Dije “voy a llegar al menos hasta Trelew”. Me creyeron los Caballeros Ochentosos. No me creyeron otros. Pero igual salí a la RN 14 sin más experiencia que un par de cientos de kilómetros y la seguridad de la banquina. Sin embargo, esa mañana en la ruta de la muerte había pocos Volvos o Scanias que transitaban feroces. El sonido de las cubiertas sobre el asfalto húmedo de la lluvia reciente era como reconfortante. El motor vibraba poco y se mantenía a ritmo parejo a 80 km/h, incluso hasta los 90, sin necesidad de envueltarlo. Campos sembrados, montes de eucaliptos, puentes, pueblos, la autopista, los grandes puentes del complejo ferrovial Zárate-Brazo Largo. El acceso a la Provincia de Buenos Aires. La estación de servicio para encontrarme con Pablo Garibaldi y su familia antes de sumergirme en la maraña de caminos rumbo a Luján y luego Chivilcoy y luego Azul donde me esperaban Augusto y Lidia.

Y como todo viajero primerizo, llevaba más cosas que las necesarias. De todos modos, la Wayra se la bancaba y pudimos encarar los caminos más transitados con elegancia, como pareciendo una moto de gran cilindrada.

Entre Chivilcoy y Azul me encontré sin saber y al mediodía con la largada del famoso Rally Dakar, evento que no ameritó más curiosidad que la sorpresa. Pero llegando a Tapalqué me refugié algunos minutos a la sombra de un gigantesco carro. Jamás en mi vida había visto un carretón de semejante tamaño. Augusto Meyer me esperaba a la entrada de Azul para acompañarme hasta su casa. Pero de tal encuentro con él y la flaca, Lidia, contaré en futura crónica, pues ambos se merecen un relato aparte.

Al cabo de un par de días, habiendo descansado en casa de los amigos, retomé la marcha y fui adentrándome más y más en caminos menos transitados, como la ruta 76, donde el viento hizo su aparición sobre la pampa bonaerense, sobre los grandes campos cultivados, aquellas llanuras extensas donde apenas se divisaba hacia el sur la forma difusa de Sierra de la Ventana. Tonrquist fue solo una pasada para cargar combustible, almorzar unas frutas en la plaza deshabitada y conversar con un viejo evangélico que ofrecía su casa como alojamiento a cambio de prestarle yo mis oídos a sus advertencias apocalípticas. Pero me esperaban unos cuantos km por la ruta 33 para hacer escala en las afueras de Bahía Blanca. Armar la carpa, cenar, bañarme y dormir en una estación de servicio fue la opción elegida, mientras por la ruta 3 pasaban los camiones y el viento.

Allí, en medio de suaves lomadas, me cruzó un viejo Falcon adelantándoseme y de adentro a los gritos me avisan que iba con la pata baja. No sé por qué pero de pronto me acordé del poema Itaca, de Constantinos Cavafis, vaya uno a saber la asociación de ideas, sería por la despreocupación con que viajaba, no lo sé. Igual la marcha la mantenía entre 80 y 90km/h y pude llegar sin tardanzas al acceso a Bahía Blanca, así que descansé un rato en una estación de servicio y entré de lleno en la RN 3, donde, kilómetros más adelante, hice escala en otra estación de servicios donde ya me detuve finalmente para hacer carpa, baño, cena. Había tenido el primer día de encuentro con el viento, presagio y adelanto del que de ahora en más me esperaría a lo largo de la ruta más afamada de la Patagonia (sin contar la 40, claro está).

Armé la carpa como pude (jamás la había probado antes de viajar) pues el viento de la noche insistía en impedírmelo. Cociné un arroz con no sé qué, esos de sobrecitos, y más salado que agua de mar, pero por suerte contaba con una botella de vino que había comprado allí. Al terminar, limpié y guardé todo y me fui a dormir. Había hecho casi 800 km en una sola jornada y eso lo sentiría al otro día, atravesando los confines de la Provincia de Buenos Aires y con mucho calor encima. Hasta ahora y salvo una pequeña pérdida de aceite, la Wayra se venía portando como una reina. Pero estaba el viento. El viento. Y la insolación.

Quienes se aventuran a viajar en moto por la Patagonia, deberán tener muy presentes estos dos grandes enemigos en las grandes distancias. El viento casi permanente todo el año y el sol del verano, pues hasta latitudes altas a partir de Santa Cruz, la radiación solar será inclemente, llegando a temperaturas por encima de los 40° a partir del mediodía, y su consecuente proceso de deshidratación que sufre el motoviajero, inadvertido, solapado, siempre acechante. Es oblitatorio por ende detener la marcha al menos cada hora y media, dos horas como mucho, detenerse y beber mucho líquido; descansar en la primera estación de servicio que encuentre (no son muchas) o entrar a los pueblos que cruzan su derrotero. La distracción es fundamental para compensar la monotonía de la ruta. Es importante también leer toda la información que a través de blogs y páginas hay en la red sobre los viajes en solitario por la Patagonia, desde motos de bajas cilindradas hasta máquinas poderosas.

El viento es una presencia inolvidable, feroz a partir de determinada latitud (45 a 50° S). Una agresiva manifestación del Gran Sur, que por lo general y prácticamente nunca deja de embestir con dirección SO a NE. De manera constante, arrachada a veces, a veces cambiante, sorpresivo al salir de un cañadón, harto peligroso al pasar un vehículo mayor, ladeado y que ladea la moto, hasta incluso llevarla hacia el carril opuesto o sacarla de la ruta. Son innumerables los relatos de motoqueros despistados por el viento. Los conductores esfuerzan a sus motos para mantener los promedios y los motores se calientan más de la cuenta y el consumo de combustible aumenta considerablemente en la ingenua pretensión de querer ganarle al viento. La tensión y el estrés hacen el resto.

Hilario Ascasubi, Pedro Luro, Villalonga, Stroeder, fueron pasando como rompiendo la monotonía de patagonia que recién empieza, parcelas a veces sobrealimentadas de agroquímicos para producir soja, ¡incluso aquí!, en medio de un paisaje de tierras grises pero donde cada tanto un canal de irrigación pone un poco de verde en el páramo. La tierra dominada a fuerza de lucha constante, con sus pueblos agropecuarios de casas bajas y vidas rutinarias, de veranos inclementes e inviernos rigurosos. En Pedro Luro entré solamente para comprar unas frutas y agua. Era al mediodía. Todavía me esperaba un buen trecho para alcanzar Carmen de Patagones y cruzar el Río Negro, que no es negro sino de un azul parecido al Uruguay. Y a eso de media tarde crucé el puente viejo y tomé la avenida costanera de Viedma, buscando un reparo en la fresca sombra de la costa.

Tenía al partir la ilusión de visitar la Isla del Jabalí, pero como eran unos cuantos kilómetros de camino que no estaba en buen estado que no quise hacer sufrir a la Wayra. Hice noche en Viedma con la idea vaga de conocer la playa al otro día, acampando en el Balneario El Cóndor y pasar allí un par de días, pues en la oficina de turismo me habían dicho que había varios y buenos campings. Estaba anocheciendo todavía cuando ya había cenado unos sángüiches y me desplomaba en la cama presa del sueño. La insolación había hecho su silencioso trabajo de cansancio y de dolor de cabeza.

A la mañana siguiente, temprano y recién desayunado, controlé el nivel de aceite del motor y aceité la cadena, cambien el foquito del stop que se quemaba por nonagésima vez, ajusté todo el equipo que llevaba encima como un gitano trashumante, y partí ansioso rumbo a la ruta 3. Craso error. Me hubiera quedado. Hubiera marchado hacia el balneario y descansado más. La ansiedad por llegar a Trelew empezó a roerme la mente y calculé (mal) que estaría allá al atardecer, a más tardar, pues sólo tenía unos 540km por delante. Pero no contaba que entraría a San Antonio Este (el otro puerto, con sus balnearios menos conocidos, más desolados, más interesantes) y allí me demoraría unas cuantas horas dándome el placer de almorzar un plato de mariscos en una fonda de pescadores.

Luego volví a lamentar que no haya hecho noche allí por varios motivos. El más importante fue que esas playas interminables invitaban a recorrerlas, después de haber plantado campamento bajo la sombra de los tamariscos. Sumergirme en esas aguas atlánticas, y esos oleajes cuyas rompientes distaban muchos metros probablemente por la presencia de una línea de roca que corre paralela a la costa. Preparar una buena cena, a la luz de una fogata, y el cuerpo recobrado con el primer vinito bajo las estrellas. Ah! cuánto lamento el no haberlo hecho. San Antonio Este es lo desconocido (hasta ahora) por el turismo, que busca Las Grutas y pasa de largo. Es más inhóspito. No tiene una estación de servicio. Pero bien pertrechado de todo lo necesario, bien vale pasar allí aunque sea una noche y dos días, acampando como decía en cualesquiera de esas inmensas playas, donde el sol sale y se oculta en el gran Atlántico. Y yo tenía todo lo necesario, pero seguí rumbo a Trelew y dándome cuenta, al atardecer, que no llegaría sino hasta muy tarde, por lo cual decidí entrar a Puerto Madryn para hacer noche. Nuevamente, otro error. Llegar a las 22 a esta ciudad pretensiosa y buscar alojamiento significa terminar cayendo en el campamento del Automóvil Club, un lugar ciertamente insalubre y carísimo. Si en Viedma pagué $75 por una buena habitación con baño, aire acondicionado y todos los chiches, en el camping del ACA pagué $50 por una porquería de parcela donde me tuve que aguantar toda la noche el barullo de una discoteca, el ruido de los autos, los llantos de las criaturas de las carpas cercanas, el griterío de los asadores tardíos con mucha birra encima, y encima los baños hipersaturados de porteños, hipersucios, hiperfría el agua de las duchas.

Motoviajero que viajas al sur, no te recomiendo hacer estadía en Puerto Madryn. La otrora ciudad casi de pescadores, con su hermoso malecón que circunda el Golfo Nuevo, sus muelles donde habitan los lobos marinos, su tranquilidad, es hoy una ciudad de plástico, con un turismo de plástico. Bonita por cierto, pero sólo eso. Aquí todo es muy caro, pretensioso, y apunta solamente al visitante europeo. Y la promesa de hacer Península de Valdez, es también parte de ese falso candor que presenta la ciudad al viajero distraído…

Así que habiendo desayunado más o menos temprano, llegaba a Trelew a eso de las once de la mañana, contento porque entre otras cosas, me iba a reencontrar con mi amigo el poeta Jorge Spíndola, de quien me separaban unos muchos años de no verlo. Había recorrido apenas 1925km, días antes de estrellarme en Pampa de Salamanca, habiendo mordido la banquina y perdido el control de la Wayra entre las piedras, a 100km/h, más o menos cerca de la estación de servicio abandonada que inspiró a Jorge este poema, y que el Miguel Angel Federik considera un bello poem road:


         Ya lo sé



yo ya sé
lo que es el amor.

yo aprendí a beber vino
cuando trabajaba
en la pampa de salamanca
al borde de la ruta 3.

aprendí a beber callado
mirando las martinetas
que se iban siguiendo la alambrada.

de vez en cuando un camión
como un incendio perforaba la tarde
y pasaba
dejando un suspiro en las retinas
de los perros.

a lo lejos había
un molino negro
el viento agitaba sus pedazos

molino deshecho
sin aspas para el vuelo
chaperío sin alas
llorando en pozo de la noche.

yo bebí borracho en las alturas
a mi no me digan nada.

perdí una camisa
buscando ovejas en la nieve
perdí los sentidos
mareado en una torre
que se alzaba como un sueño
en la chatura de la estepa/
un mirador creo que era.

y ya sé lo que es el amor

(por las noches yo dormía
en un catre adentro de una casilla)

después de apagar el alumbrado
(un lister a todo culo)
desaté los perros
y me quedé bebiendo
con los ojos mezclados con la noche

con la piel hecha un silencio
como un solo cuerpo enmudecido por la pampa.

en la pieza brillaban
por la luna
las latas de aceite supermóvil multigrado/
el viento ladraba a la ventana.

el viento es un perro desgraciado
aullando en las orejas del insomnio.

los vehículos pasaban en la ruta
con ráfagas de luz en esa pieza.

y por eso
yo ya sé lo que es el amor

yo recé borracho el padrenuestro
para que
un auto con dardos veloces pasara iluminando
el cuerpo de thelma tixou
que brillaba en el almanaque
de aquella noche de aquel invierno
de esos años.

thelma estaba espléndida en esas soledades
tenía un vestido rojo
que ardía ante mi boca
cuando las luces
la encendían como llama en pleno vuelo.

yo ya sé lo que es la sangre
cuando arde como aceite en la penumbra.

el cuerpo de ella era un planeta
girando en el abismo

y yo su único habitante/
me ataca como una sed cada vez que me acuerdo de esa diosa.
el amor es como apretar una foto de thelma tixou
en la garganta de la noche/
o el amor es otra cosa
animal que se espanta
que vuela lejos
y uno
no ha tenido el gusto.

                                      Jorge Spíndola



Fotos en:
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