lunes, 19 de julio de 2010

Donde se cuenta acerca de un viajecito inaugural, y a través del tiempo...

Donde se cuenta acerca de un viajecito inaugural, y a través del tiempo, hacia el extracto de carne y el plateado de espejos de Justus von Liebig, y los barcos hundidos a consecuencia de semejantes inventos, y de cómo se portaron las nuestras y ochentosas cabalgaduras





A la semana en que la Wayra quedaba en manos cuidadosas y se fue para otras rutas, yo podía terminar el asunto de los papeles de la Blue Rider y así tener la posibilidad de probarla en ruta, como ella me estaba pidiendo desde hacía unos días. Así que un sábado por la mañana salimos con Sire Omar de las Quilmes a encarar la temible Ruta 14 rumbo a Pueblo Liebig, a unos 90km de casa. Un tiro corto como para conocernos, sin más pretensiones que no sobrepasar los 95 ó 100 km/h. Cargué las alforjas con lo necesario, entre otras cosas el equipo de mate, le puse el corderito que mejora la conducción, amortigua las vibraciones (si las hubiere) y descansa las sentaderas, y salimos.

La 250 se portó bastante bien (digo “bastante” porque no la conocía totalmente). Vibra un poco entre los 70 y 80km/h, supongo que la delantera no ha de estar bien balanceada. Pica bien a los 95 y en segundos pasa los 100. Durante el trayecto, incluso nos dimos el lujo de sobrepasar un largo Scania que iba a 110. El reloj marcó 130 pero sabido es que estos velocímetros chinos mienten en promedio unos 10km/h. Fueron unos segundos que sentí la vibración, no ya de la máquina, sino del susto a ir a semejante velocidad.

Pero entramos al acceso a Pueblo Liebig, encarando los serruchos del ripio y los arenales, muy lentamente no sea que terminemos despatarrados y llegamos al caserío donde nació mi madre. La calle larga en cuya curva empiezan los chalés de los ingleses de la fábrica. La Liebig Meat and Fruit Co. El calorcito de marzo era bastante insoportable y casi al mediodía, aparte de un ciclista conversador que nos tomó un par de fotos, de un cardenal distraído que pasó y se perdió en las enramadas y un par de lagartijas, no andaba nadie. Pero nadie de nadie.

El recorrido obligado: la calle larga, el almacén que antes fue la biblioteca (que conservaba la colección completa de Reader’s Digest en inglés que donara mi abuelo), el restorán y el portón de acceso a la fábrica, el muelle de pescadores, el barrio de los obreros, la escuela, vuelta a la calle larga para mirar mejor los chalés, el museíto, las arboledas silenciosas, las mariposas de don Mateo Zelich…


Mi familia materna procede de ese pueblito que creció y se detuvo porque su vida transcurrió durante varias décadas en torno a la fábrica, el frigorífico de la Liebig, que debe su nombre al químico alemán Justus von Liebig (1803-1873), y fue uno de los más importantes del país durante la primera mitad del siglo XX. Andar por esas callecitas de ripio suave y arenoso, siempre es para mí una práctica de ucronía, un entrar al tunel del tiempo y volver a una época pero que no es la pasada, sino una alternativa del pasado:



Llegamos con la resolana del mediodía cuando los espinillos se transforman en apenas arbustos retrocediendo en sus días de floraciones aromáticas, cuando los pinos dejaban de ser pinos y volvían a nacer las palmeras yatay de la zona, y las motos que conducimos ya son Matchless o Royal Enfield de los años ’40. Apagamos los motores y nos quitamos las antiparras frente al chalé de Mr. Evans. En la veranda dos mujeres toman el té y conversan animadamente. Ambas visten a la moda, faldas entalladas y blusas floreadas. Una acaba de volver de Birmingham y sólo habla de las tristezas de la guerra que vio y oyó con ojos y oídos prestados. La otra es hija del país pero su marido nació allá, no en la isla sino en el continente, en la región franca de Bélgica. Sin embargo, él tambien creció en estas tierras bárbaras, aunque su formación fue en un colegio renombrado de la época, donde mejoró el francés de su estirpe y aprendió el inglés de sus futuros patrones.

Y entramos a la gran fábrica y vemos las gigantes autoclaves donde se cocina la carne que será corned beef, o las calderas que habrán de producir la energía necesaria para producir el valioso extracto de carne que honra a su inventor, Liebig. Pero ahora recién estamos a escasos años de la guerra. Y en el muelle veo un gran vapor que espera la culminación de la estiba y entonces pienso en la cantidad de barcos cargados de extracto o corned beef que los U-Boat alemanes mandaron a pique a lo largo y ancho del Atlántico. El químico alemán que inventara ese preciado producto había vendido su patente a capitales británicos, quienes fueron los históricos dueños de éste y otros frigoríficos de Sudamérica, y cuyos productos que embarcaban para alimentar las tropas del frente, terminaban alimentando las profundidades del mar gracias a los torpedos lanzados por oscuros submarinos del Reich, al mando de anónimos capitanes de 24 años. Y recuerdo también que este curioso personaje del siglo XIX no solamente fue célebre por el derivado cárnico, sino porque además fue el padre de los fertilizantes a base de nitrógeno y el plateado de espejos, que perfeccionara luego Henry Draper (médico y astrónomo, 1837-1882) en particular para los espejos astronómicos, cuya aplicación química en la superficie especular logró que los sistemas de ópticas de dos espejos terminaran por destronar el largo reinado de los telescopios refractores. Generaciones enteras de astrónomos, constructores y aficionados aún deben a Liebig una larga deuda, todavía no reconocida, ni siquiera conocida como tal.


Pero suena la sirena que anuncia el cambio de turno y una tropa de obreros y peones sale y otra entra al gran frigorífico. Traspasamos el portón y ya no volvimos a ver aquellas caras curtidas, aquellos uniformes, aquellas nacionalidades todas confundidas. Pusimos marcha hacia el barrio y descubrimos las casitas diseño suburbio obrero inglés, dos unidades habitacionales comunicadas por un mismo patio interno y un solo baño a compartir entre varias familias; la vieja estafeta donde un niño Héctor C. Izaguirre jugaba al cartero, todavía no poeta, no profesor de literatura en el Profesorado de C. del Uruguay; el almacén de las tardes de truco y giñebra; el hotel de visitantes, el MES, con los grandes balcones abiertos a la costa del río.

Salimos de las callecitas soleadas y nos adentramos en la bruma del atardecer. Un Whippet ’26 dobla hacia la calle larga. El ronroneo de los cuatro cilindros, las llantas de rayos de madera, el oliva de la carrocería, se van diluyendo en la neblina, que viene del río y avanza entre las cortinas de árboles. Todo sonido se amortigua. Toda imagen se confunde. Los contornos de las casas y los últimos caminantes del día se difuminan silenciosamente. Una sola ventana iluminada, de un chalé, le pone cierto sepia a las cosas. Liebig es como una fotografía velándose lentamente. Pero todavía sentimos el cosquilleo de los dos cilindros entre las piernas. Y entonces tomamos la ruta del regreso. (18/07/2010)




La calle larga de Pueblo Liebig


Todas las fotos en Flickr:
http://www.flickr.com/photos/50109771@N07/



Enlaces de interés:

http://portal.iai.spk-berlin.de/miradas_alemanas/Justus-von-Liebig.220+M52087573ab0.0.html
http://www.fisicanet.com.ar/biografias/cientificos/l/liebig.phphttp://www.historiasdelaciencia.com/?p=467

2 comentarios:

  1. Qué hermoso lugar!
    Feliz Día del Amigo querido Juan, besos para vos y Ana, con todo mi cariño,

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  2. Que lindas fotos y mejor relato Juan !! Estube el verano del 2008 unos dias en el nautico de Liebig y en verdad imagine lo que vos tan acertadamente relatas con tu retro-ficcion. Es en realidad un lugar magico lleno de ecos del pasado. Un abrazo!!

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