domingo, 11 de julio de 2010

Cinema Paradiso en Concordia


Un sábado a la siesta y los chicos que jugaban a la pelota en la terraza del cine parroquial hasta que apareciera el cura —desteñida sotana, boina y rezongos— y entonces bajaban hasta la cabina del proyectorista porque sería el momento en que éste le pasaría la película a monseñor, antes de su estreno, y ya con varios cortes.

Uno de los chicos fue mi padre, y a la manera del Totó de la película, se asomaba por la ventanita de la cabina esperando la escena del beso que sería cortada por el censor eclesiástico. 

Sería a fines de la década del treinta, cuando la ciudad contaba ya con varias salas, pero el hecho de tener una terraza para jugar con una pelota de trapo y colarse detrás del proyectorista de cine (que a su vez era un tío de apellido Duce), era un programa mucho más tentador que el catecismo obligatorio de los sábados.

Mi padre siempre contaba esa anécdota, después de los asados y los vinos pero antes de remitirse a su inveterada proclama anticlerical, incluso para sus propios parientes, la mayoría diestros y de la Asociación Católica, que a la sazón fue uno de ellos quien practicaba el tijereteo al celuloide, ya antes de esperar la orden del cura sentado metros más abajo, en la platea del cine.

Que la universalidad del arte sea un hecho harto constatable no es ninguna novedad. Ya lo había dicho Tolstoi. Pero una noche de principio de los noventa, yo llego a casa de mis padres cuando terminaba el ciclo de cine que hacían Morelli y Berruti y lo veo a mi viejo, sentado en el viejo sillón, las manos en los bolsillos del abrigo, con los ojos vidriosos y la mirada blanca y escucho los últimos compases del Tema de Amor de Cinema Paradiso y veo en la tevé la escena final, aquella de los besos censurados, aquellas Garbo, aquellas Audrey Epburn, Laureen Bacall, o Ingrid Bergman apasionadas a cuyos besos, desnudos y cuasi desnudos, y abrazos, el fanatismo le negó a generaciones enteras de espectadores. Le scene più belle del cinema amputada por rigor de las sotanas.

Mi padre era duro para manifestar su sentimiento. Se acostó inmediatamente y sólo unos días más tarde apareció por casa para decirme de sopetón la alegría que sentía de ver esa película.

Y recuerdo: A la vuelta de mi casa vivía un tal Cabrera, popularmente conocido por Propalación Cóndor, pues tenía dos furgones Chevrolet pintados de verde loro con los cuales hacía publicidad rodante y pasaba películas al aire libre en los barrios. Padre no lo quería, decía que era un viejo gorila (y probablemente lo haya sido), y por tanto yo recibía las amonestaciones del caso si por ventura me deslizaba en su taller de reparación de radios y él llegara a enterarse. Pero me atraían infinitamente esas antiguas bocinas, aquellos viejos carromatos con proyectores, las tortas de celuloide. “Propalación Cóndor —decía la publicidad— la voz del comercio y la industria de Concordia”.

Y no quisiera apropiarme de recuerdos ajenos pero así como mi padre fue la generación de entreguerras y yo soy de la generación del Sputnik, el Wincofón y la birome, puedo comprender y sentir esa malinconia que hay en la película de Giuseppe Tornatore, pues también hubo un Cinema Paradiso en mi infancia y en mi adolescencia hubo amores furtivos en la butaca de al lado y no debería existir nostalgia más fuerte que el recuerdo de aquellos besos en la penumbra de la selecta, cuando en la pantalla había Verano del ’42 y Jennifer O’Neil se reflejaba en los ojos de ella. Unas décadas más tarde, cuando la extinción de los cines era una realidad, Miguel Angel me comenta de un libro extraño, un libro de poesía póstumo de un autor menor, de provincias, y en particular de un poema, que siempre recuerdo.

Por eso y tantas cosas más, dejo ahora esta voz para que sea la voz del poeta Zoilo García Quiroga quien se exprese:

 

 

Celuloide

 

Oh, dios bendito, Boogie,

bendito seas en este templo

erguido y erigido en tu memoria

con el suspenso aquel

que dejaste colgado

desde "El halcón maltés" en adelante

o para siempre, derrotando a la mafia

en Casablanca, eterno con tu smoking muy blanco

fumando de costado, con el dejo de siempre,

despectivo, pero hondo,

ganándoles a todos en astucia,

o en la "Reina Africana", sucio, tosco,

y viejo casi,

seduciendo a la casta maestrita

que quería jugar a lo selvático.

Oh, Boogie inolvidable! ¿Qué gavilla,

qué mina, que dueño de burdel o de casino

no se paralizaba de terror

con tu mirada fría, que les hacía correr

el hedor del orín, sí,

en alma y calzoncillo?

¿Qué mujer no tembló, si le decías

“ven aquí, pequeña” o "come here”, es lo mismo,

porque tu voz metálica, golpeaba y atraía

¿Qué mujer de 50 en adelante

no soñó con tu revólver invencible?

—y desecho ex-profeso la metáfora fácil

diciendo "tu enorme pistolón"

¿Qué mujer, te decía, no soñó con tu revólver

penetrándole el alma y la entrepierna?

 

Mientras, aquí, a tu lado, el sombrero chanfleado,

el chaleco con fleco, la mirada hierática,

el otro mito fascista, prepotente, despiadado,

el Viejo John, de caminar trotando y casi chueco,

pero siempre bailando sobre botas,

bajaba indios a granel, como bajaba también,

en el silencio cómplice del despacho

del senador Mc Carthy,

a compañeros, tachándolos de izquierdistas.

 

Y luego... aparecía un rubiecito

resentido, apocado, elíptico en su mirada torva

para mirar todo eso y rechazarlo

sin atreverse a decirlo claramente, pobre Jimmy

al que le dolía ese Hollywood de sueños de metal,

especie de "cabecita" pero rubio,

venido de las praderas

a "las luces del centro", como diría Gardel

o cualquier otro.

"Un rebelde sin causa" y aún sin cauces.

por eso, como Monty y como tantos (¿tontos?)

que quedarán anónimos

cual Monzones sin Lectoures,

como Marilynes sin sus Kennedys,

estallaría en pedazos, con el balazo simple

de un Rolls Royce estallando, al fin y al cabo

prolongación lograda de sí mismo.

en Los Angeles, California, sueño de sueños,

edad de oro de los Mayer

construida cada vez que el león rugía

embolsándose dólares como piernas ajenas,

como entrañas en medio de la selva

con Tarzanes hablando en media lengua

"I love Jane...".

Querida, pelirroja, dulce Margaret O'Sullivan.

No pudieron, quizás, ángeles temblorosos,

resistir tanto sueño y tanto ensueño.

Ni quisieron copiar, como hizo Europa,

con el dulce Delon, que es el Belmondo lindo.

Hablamos de la copia “made in France”

que se inventó los glúteos de B.B.

(los glúteos y los ojos, seamos francos,

y su "mirar felino" y andar

siempre descalza y siempre en bolas,

para pasar al frente).

Mientras Italia, que comenzó entre los escombros

de la guerra, con esa bicicleta simplemente

que se inventó Don Vittorio Primero

—les hablo de De Sica, por si hay dudas

en este juego de palabras—.

Italia, te decía, preparaba para más tarde, Cinecittá,

y, nada más y nada menos, que al inefable Federico y su Giulietta,

el Marcello que aún hoy puede reírse de Casanova,

de Bertolucci y otros.

Oh, templo del hedonismo y los sueños

de miles de millones como nosotros

que se sintieron millonarios con Rock Hudson

que se volteaba vírgenes impolutas, rubias, lindas

y tontas, como la Doris Day, que "no lo hacía"

si no era con matrimonio y en technicolor.

Dioses del celuloide y otras yerbas,

aquí vienen paganos adoradores

a preguntar quiénes sois,

Michele, Alain, Lucchino, Tyrone, casi olvidado

entre arenas y toros, desde los brazos de Rita Haywoorth.

No importa si estos chicos no os conocen,

aquí estoy yo, por cincuentón y viejo,

nacido antes de la TV, por suerte o a Dios gracias,

para adoraros, como en aquellas tardes

de matiné en mi pueblo de Entre Ríos.

Oh, dioses del celuloide y la pantalla grande,

por cincuentón, por viejo, por cinéfilo o lo que sea,

os rezo: "¡Muera el video y viva el sueño, mierda!"

 

ZOILO GARCÍA QUIROGA, Poemas, op. póstumo – 1998. Selección y prólogo Dardo Torres Rodríguez.

2 comentarios:

  1. Querido amigo Juan, gracias por regalarnos todos estos recuerdos, yo que tengo ya 62 primaveras me acuerdo como si fuera hoy que tenía que ir a misa de la Capilla del Parque "Chiariza" para que nos den el pase para el cine de la tarde. Allí veíamos como llegaban los marcianos en sus platos voladores y comprabamos caramelos hechos de jugo y azucar, una melaza relajante de dulce que nos encantaba. Que épocas, algún día te contaré mi viaje en hidroavión a Bs As que salía del Club Regatas, creo que esa emoción y otras cuestiones me inclinaron a tener tantas ganas por "volar" primero en paracaídas y luego como piloto civil de monomotor y finalmente planeadores. UN ABRAZO Y NO DEJES DE ESCRIBIR. Carlos

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