Un dos de enero de Concordia monté la
Wayra y puse el parabrisas rumbo al sur. Dije
“voy a llegar al menos hasta Trelew”. Me creyeron los
Caballeros Ochentosos. No me creyeron otros. Pero igual salí a la RN 14 sin más experiencia que un par de cientos de kilómetros y la seguridad de la banquina. Sin embargo, esa mañana en la ruta de la muerte había pocos Volvos o Scanias que transitaban feroces. El sonido de las cubiertas sobre el asfalto húmedo de la lluvia reciente era como reconfortante. El motor vibraba poco y se mantenía a ritmo parejo a 80 km/h, incluso hasta los 90, sin necesidad de envueltarlo. Campos sembrados, montes de eucaliptos, puentes, pueblos, la autopista, los grandes puentes del complejo ferrovial Zárate-Brazo Largo. El acceso a la Provincia de Buenos Aires. La estación de servicio para encontrarme con Pablo Garibaldi y su familia antes de sumergirme en la maraña de caminos rumbo a Luján y luego Chivilcoy y luego Azul donde me esperaban Augusto y Lidia.
Y como todo viajero primerizo, llevaba más cosas que las necesarias. De todos modos, la Wayra se la bancaba y pudimos encarar los caminos más transitados con elegancia, como pareciendo una moto de gran cilindrada.
Entre Chivilcoy y Azul me encontré sin saber y al mediodía con la largada del famoso Rally Dakar, evento que no ameritó más curiosidad que la sorpresa. Pero llegando a Tapalqué me refugié algunos minutos a la sombra de un gigantesco carro. Jamás en mi vida había visto un carretón de semejante tamaño. Augusto Meyer me esperaba a la entrada de Azul para acompañarme hasta su casa. Pero de tal encuentro con él y la flaca, Lidia, contaré en futura crónica, pues ambos se merecen un relato aparte.
Al cabo de un par de días, habiendo descansado en casa de los amigos, retomé la marcha y fui adentrándome más y más en caminos menos transitados, como la ruta 76, donde el viento hizo su aparición sobre la pampa bonaerense, sobre los grandes campos cultivados, aquellas llanuras extensas donde apenas se divisaba hacia el sur la forma difusa de Sierra de la Ventana. Tonrquist fue solo una pasada para cargar combustible, almorzar unas frutas en la plaza deshabitada y conversar con un viejo evangélico que ofrecía su casa como alojamiento a cambio de prestarle yo mis oídos a sus advertencias apocalípticas. Pero me esperaban unos cuantos km por la ruta 33 para hacer escala en las afueras de Bahía Blanca. Armar la carpa, cenar, bañarme y dormir en una estación de servicio fue la opción elegida, mientras por la ruta 3 pasaban los camiones y el viento.
Allí, en medio de suaves lomadas, me cruzó un viejo Falcon adelantándoseme y de adentro a los gritos me avisan que iba con la pata baja. No sé por qué pero de pronto me acordé del poema Itaca, de Constantinos Cavafis, vaya uno a saber la asociación de ideas, sería por la despreocupación con que viajaba, no lo sé. Igual la marcha la mantenía entre 80 y 90km/h y pude llegar sin tardanzas al acceso a Bahía Blanca, así que descansé un rato en una estación de servicio y entré de lleno en la RN 3, donde, kilómetros más adelante, hice escala en otra estación de servicios donde ya me detuve finalmente para hacer carpa, baño, cena. Había tenido el primer día de encuentro con el viento, presagio y adelanto del que de ahora en más me esperaría a lo largo de la ruta más afamada de la Patagonia (sin contar la 40, claro está).
Armé la carpa como pude (jamás la había probado antes de viajar) pues el viento de la noche insistía en impedírmelo. Cociné un arroz con no sé qué, esos de sobrecitos, y más salado que agua de mar, pero por suerte contaba con una botella de vino que había comprado allí. Al terminar, limpié y guardé todo y me fui a dormir. Había hecho casi 800 km en una sola jornada y eso lo sentiría al otro día, atravesando los confines de la Provincia de Buenos Aires y con mucho calor encima. Hasta ahora y salvo una pequeña pérdida de aceite, la
Wayra se venía portando como una reina. Pero estaba el viento. El viento. Y la insolación.
Quienes se aventuran a viajar en moto por la Patagonia, deberán tener muy presentes estos dos grandes enemigos en las grandes distancias. El viento casi permanente todo el año y el sol del verano, pues hasta latitudes altas a partir de Santa Cruz, la radiación solar será inclemente, llegando a temperaturas por encima de los 40° a partir del mediodía, y su consecuente proceso de deshidratación que sufre el motoviajero, inadvertido, solapado, siempre acechante. Es oblitatorio por ende detener la marcha al menos cada hora y media, dos horas como mucho, detenerse y beber mucho líquido; descansar en la primera estación de servicio que encuentre (no son muchas) o entrar a los pueblos que cruzan su derrotero. La distracción es fundamental para compensar la monotonía de la ruta. Es importante también leer toda la información que a través de blogs y páginas hay en la red sobre los viajes en solitario por la Patagonia, desde motos de bajas cilindradas hasta máquinas poderosas.
El viento es una presencia inolvidable, feroz a partir de determinada latitud (45 a 50° S). Una agresiva manifestación del Gran Sur, que por lo general y prácticamente nunca deja de embestir con dirección SO a NE. De manera constante, arrachada a veces, a veces cambiante, sorpresivo al salir de un cañadón, harto peligroso al pasar un vehículo mayor, ladeado y que ladea la moto, hasta incluso llevarla hacia el carril opuesto o sacarla de la ruta. Son innumerables los relatos de motoqueros despistados por el viento. Los conductores esfuerzan a sus motos para mantener los promedios y los motores se calientan más de la cuenta y el consumo de combustible aumenta considerablemente en la ingenua pretensión de querer ganarle al viento. La tensión y el estrés hacen el resto.
Hilario Ascasubi, Pedro Luro, Villalonga, Stroeder, fueron pasando como rompiendo la monotonía de patagonia que recién empieza, parcelas a veces sobrealimentadas de agroquímicos para producir soja, ¡incluso aquí!, en medio de un paisaje de tierras grises pero donde cada tanto un canal de irrigación pone un poco de verde en el páramo. La tierra dominada a fuerza de lucha constante, con sus pueblos agropecuarios de casas bajas y vidas rutinarias, de veranos inclementes e inviernos rigurosos. En Pedro Luro entré solamente para comprar unas frutas y agua. Era al mediodía. Todavía me esperaba un buen trecho para alcanzar Carmen de Patagones y cruzar el Río Negro, que no es negro sino de un azul parecido al Uruguay. Y a eso de media tarde crucé el puente viejo y tomé la avenida costanera de Viedma, buscando un reparo en la fresca sombra de la costa.
Tenía al partir la ilusión de visitar la Isla del Jabalí, pero como eran unos cuantos kilómetros de camino que no estaba en buen estado que no quise hacer sufrir a la Wayra. Hice noche en Viedma con la idea vaga de conocer la playa al otro día, acampando en el Balneario El Cóndor y pasar allí un par de días, pues en la oficina de turismo me habían dicho que había varios y buenos campings. Estaba anocheciendo todavía cuando ya había cenado unos sángüiches y me desplomaba en la cama presa del sueño. La insolación había hecho su silencioso trabajo de cansancio y de dolor de cabeza.
A la mañana siguiente, temprano y recién desayunado, controlé el nivel de aceite del motor y aceité la cadena, cambien el foquito del stop que se quemaba por nonagésima vez, ajusté todo el equipo que llevaba encima como un gitano trashumante, y partí ansioso rumbo a la ruta 3. Craso error. Me hubiera quedado. Hubiera marchado hacia el balneario y descansado más. La ansiedad por llegar a Trelew empezó a roerme la mente y calculé (mal) que estaría allá al atardecer, a más tardar, pues sólo tenía unos 540km por delante. Pero no contaba que entraría a San Antonio Este (el otro puerto, con sus balnearios menos conocidos, más desolados, más interesantes) y allí me demoraría unas cuantas horas dándome el placer de almorzar un plato de mariscos en una fonda de pescadores.
Luego volví a lamentar que no haya hecho noche allí por varios motivos. El más importante fue que esas playas interminables invitaban a recorrerlas, después de haber plantado campamento bajo la sombra de los tamariscos. Sumergirme en esas aguas atlánticas, y esos oleajes cuyas rompientes distaban muchos metros probablemente por la presencia de una línea de roca que corre paralela a la costa. Preparar una buena cena, a la luz de una fogata, y el cuerpo recobrado con el primer vinito bajo las estrellas. Ah! cuánto lamento el no haberlo hecho. San Antonio Este es lo desconocido (hasta ahora) por el turismo, que busca Las Grutas y pasa de largo. Es más inhóspito. No tiene una estación de servicio. Pero bien pertrechado de todo lo necesario, bien vale pasar allí aunque sea una noche y dos días, acampando como decía en cualesquiera de esas inmensas playas, donde el sol sale y se oculta en el gran Atlántico. Y yo tenía todo lo necesario, pero seguí rumbo a Trelew y dándome cuenta, al atardecer, que no llegaría sino hasta muy tarde, por lo cual decidí entrar a Puerto Madryn para hacer noche. Nuevamente, otro error. Llegar a las 22 a esta ciudad pretensiosa y buscar alojamiento significa terminar cayendo en el campamento del Automóvil Club, un lugar ciertamente insalubre y carísimo. Si en Viedma pagué $75 por una buena habitación con baño, aire acondicionado y todos los chiches, en el camping del ACA pagué $50 por una porquería de parcela donde me tuve que aguantar toda la noche el barullo de una discoteca, el ruido de los autos, los llantos de las criaturas de las carpas cercanas, el griterío de los asadores tardíos con mucha birra encima, y encima los baños hipersaturados de porteños, hipersucios, hiperfría el agua de las duchas.
Motoviajero que viajas al sur, no te recomiendo hacer estadía en Puerto Madryn. La otrora ciudad casi de pescadores, con su hermoso malecón que circunda el Golfo Nuevo, sus muelles donde habitan los lobos marinos, su tranquilidad, es hoy una ciudad de plástico, con un turismo de plástico. Bonita por cierto, pero sólo eso. Aquí todo es muy caro, pretensioso, y apunta solamente al visitante europeo. Y la promesa de hacer Península de Valdez, es también parte de ese falso candor que presenta la ciudad al viajero distraído…
Así que habiendo desayunado más o menos temprano, llegaba a Trelew a eso de las once de la mañana, contento porque entre otras cosas, me iba a reencontrar con mi amigo el poeta Jorge Spíndola, de quien me separaban unos muchos años de no verlo. Había recorrido apenas 1925km, días antes de estrellarme en Pampa de Salamanca, habiendo mordido la banquina y perdido el control de la
Wayra entre las piedras, a 100km/h, más o menos cerca de la estación de servicio abandonada que inspiró a Jorge este poema, y que el Miguel Angel Federik considera un bello
poem road:
Ya lo sé
yo ya sé
lo que es el amor.
yo aprendí a beber vino
cuando trabajaba
en la pampa de salamanca
al borde de la ruta 3.
aprendí a beber callado
mirando las martinetas
que se iban siguiendo la alambrada.
de vez en cuando un camión
como un incendio perforaba la tarde
y pasaba
dejando un suspiro en las retinas
de los perros.
a lo lejos había
un molino negro
el viento agitaba sus pedazos
molino deshecho
sin aspas para el vuelo
chaperío sin alas
llorando en pozo de la noche.
yo bebí borracho en las alturas
a mi no me digan nada.
perdí una camisa
buscando ovejas en la nieve
perdí los sentidos
mareado en una torre
que se alzaba como un sueño
en la chatura de la estepa/
un mirador creo que era.
y ya sé lo que es el amor
(por las noches yo dormía
en un catre adentro de una casilla)
después de apagar el alumbrado
(un lister a todo culo)
desaté los perros
y me quedé bebiendo
con los ojos mezclados con la noche
con la piel hecha un silencio
como un solo cuerpo enmudecido por la pampa.
en la pieza brillaban
por la luna
las latas de aceite supermóvil multigrado/
el viento ladraba a la ventana.
el viento es un perro desgraciado
aullando en las orejas del insomnio.
los vehículos pasaban en la ruta
con ráfagas de luz en esa pieza.
y por eso
yo ya sé lo que es el amor
yo recé borracho el padrenuestro
para que
un auto con dardos veloces pasara iluminando
el cuerpo de thelma tixou
que brillaba en el almanaque
de aquella noche de aquel invierno
de esos años.
thelma estaba espléndida en esas soledades
tenía un vestido rojo
que ardía ante mi boca
cuando las luces
la encendían como llama en pleno vuelo.
yo ya sé lo que es la sangre
cuando arde como aceite en la penumbra.
el cuerpo de ella era un planeta
girando en el abismo
y yo su único habitante/
me ataca como una sed cada vez que me acuerdo de esa diosa.
el amor es como apretar una foto de thelma tixou
en la garganta de la noche/
o el amor es otra cosa
animal que se espanta
que vuela lejos
y uno
no ha tenido el gusto.
Jorge Spíndola
Fotos en:
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